El día que Mocoa se desvaneció

Norberto Marín oyó la voz de Lina Constanza, su hija, a pesar del ruido reteñido de la corriente furiosa y del estropicio agudo de las rocas que chocaban. «Pero ya se oía lejos». La tenía agarrada de la mano cuando una bocana de lodo se la arrebató. Estaban a punto de entrar a la casa de un vecino, en busca de refugio, a dos o tres metros de la puerta, sitiados contra un muro por las aguas bravas. Entonces la embestida, una ola de furia y de fin del mundo, el muro que se partió y los dos, padre e hija, a merced de la corriente.

—¡Papá!.. ¡Papito!

El hombre intentaba levantar la cabeza, sacar el cuerpo, mover los brazos, mirar, encontrar a su hija entre el mundo que se caía a pedazos. Pero algo desde adentro lo jalaba. Lo sumergía. Lo zarandeaba. Lo volteaba. Lo llevaban contra su voluntad. Lo estaba matando. Era un lodo espeso y frío. «No sé cómo es que pude respirar».

Minutos antes, cuando el mundo todavía estaba en pie, Norberto Marín limpiaba su casa. Era viernes en la noche y lo que intentaba era cerrar una jornada intensa de aseo y renovación. «Lo que no sirve que no estorbe», le dijo a su esposa, Rubiela Murillo, y sacó chécheres y cosas viejas. En esas estaba cuando Lina Constanza le pidió la moto prestada.

—Claro, mi amor, llévatela.

Dice Norberto Marín que le respondió a su hija y que luego siguió en los oficios de la casa. Terminó y tomó un baño. Fue ahí cuando notó que su hija no se había ido en la moto prestada.

—¿No ibas a salir?

—¿Con este aguacero? Ya no.

John Eduard Abella Amaya recuerda que ese viernes se acostó a dormir temprano. «Y la verdad no sentí que inició el fuerte aguacero. Solo al rato, entre sueños, empecé a escuchar bulla, gritos. Pero fue entre sueños». Su madre, que vivía en la misma casa, pero en las habitaciones delanteras, fue quien lo despertó. «Estaba desesperada. Gritaba: ‘¡se desbordó la quebrada!’; ella no hablaba de avalancha, ni nada por el estilo. Pero sí decía que estaba muy grande la quebrada y que se había desbordado, que era muy peligroso, que saliéramos».

Aquel 31 de marzo del 2017 empezó a llover en Mocoa, Putumayo, minutos después de las 9:30 de la noche. Desde el inicio fue un aguacero fuerte y decidido que no paraba. A esa hora, la gobernadora, Sorrel Aroca, dormía en su casa. El sueño la había vencido a la misma hora que inició la lluvia. La consecuencia de una jornada intensa de trabajo junto a los bomberos, y con los distintos comités de gestión del riesgo. Pero fue un duermevela intranquilo que no duró más de 30 minutos.

Se despertó. Y hubo algo que llamó poderosamente su atención: la lluvia que caía tenía una furia poco usual, extraña. Y además había un olor extraño. «Como a lodo podrido», recuerda. En eso pensaba, en que solo un aguacero descomunal tiene ese sonido, cuando la pantalla del teléfono encendida por una llamada nueva iluminó el cuarto. Era el secretario de Gobierno, Jesús David Ureña.

—Eso, acá, es de dimensiones grandes —le dijo el funcionario y enseguida le soltó una frase directa que a ella le sonó inverosímil—: voy a ir a rescatarla. Y justo ahí se cortó la llamada.

John Eduard Abella Amaya, que seguía en su casa, intentaba aliviar la angustia de su madre: «Tenga fe en Dios, no nos va a pasar nada», le dijo. El hombre, un joven trabajador de la construcción y entregado a su esposa embarazada, a su hijo de 5 años y a la religión, sinceramente no creía que algo grave fuera a ocurrir. «No me iba a salir de la casa. Y pensé: mi casa es segura». Pero ante los ruegos de la madre angustiada decidió que saldrían. Le dijo a su esposa que prepara una cobija y una maleta pequeña con lo básico para el niño.

—No, ya no hay nada que hacer —lo interrumpió la madre, llorando.

—Pero por qué; cálmese, mamá, que no es para tanto —respondió el hijo.

Entonces, por primera vez esa noche, decidió asomarse a la puerta de su casa. Y lo que observó fue una de las imágenes más inverosímiles que alguna vez hubiese visto. «Pasaba un río por la calle y era imposible cruzarlo: bajaban hasta automóviles. Era en serio: ya no había nada que hacer».

La gobernadora, Sorrel Aroca, intentó prender la luz del cuarto y tras el clic del interruptor no pasó nada: la ciudad estaba sin energía eléctrica. Y la oscuridad otra vez fue cortada por la luz de la pantalla del celular. Ahora llamaba su asistente personal. «Trate de ir dos cuadras más arriba que la van a ir a recoger», le explicó.

Supo que lo que pasaba era grave. Cuando al fin corrió la cortina y se asomó por la ventana, la sorprendió aquella imagen improbable que ya otros veían: la calle donde vivía ya no estaba y en su lugar corría un río oscuro y bravo. No necesitó explicaciones de nadie más para entender que la quebrada La Taruca se había desbordado de manera inesperada y que la situación era muy preocupante.

Y lo que más recuerda es que el agua fuera de control hacía un ruido de espanto. «Ensordecedor. Como un sonido del mar, pero más fuerte. Otra cosa que me sorprendió fue el cielo. No parecía que estuviera en el firmamento sino a dos metros de la cabeza. Era denso. Muy, muy oscuro y denso».

A esa hora, en el barrio San Miguel, en uno de los extremos de Mocoa, José Buelvas dormía en su casa. De pronto, un sonido extraño en el patio trasero lo despertó. Fue a verificar y encontró que era el ruido de las rocas que chocaban unas con otras, apiladas y sacudidas por la corriente. La escena era aterradora y por eso salió corriendo con la idea de huir de la casa para ponerse a salvo. Cuando abrió la puerta que da a la calle un río espeso lo bañó de frente. «Se me vino el agua y el lodo».

Como pudo cerró de nuevo, pero su casa ya estaba inundada. Miraba por entre las hendijas y vio una camioneta que bajaba por su calle: iba sin conductor y en reversa, arrastrada por el agua. «Entonces me desanimé y me quedé quieto». Pasmado. Parado en la esquina de la sala. Sin saber qué hacer.

Norberto Marín no podía dormir. Daba vueltas en la cama y una presión en el pecho le quitaba la calma. «Como un presentimiento». Oyó ruidos en la calle y decidió ir a mirar. Lina Constanza lo encontró cerca de la puerta, donde se ataviaba con botas y una capa impermeable.

—Papi, yo quiero ir con usted.

—Camine, vamos —le contestó Norberto, y entonces Lina Constanza también se equipó de botas plásticas y capa. Caminaron en medio de la lluvia hacia el puente en la parte alta de su barrio, Laureles. Pero un árbol en medio de la calle les cortó el paso. Norberto Marín se unió al grupo de vecinos que intentaba aserrarlo para despejar la vía.

«Es que siempre me gustó colaborar en el barrio», dice ahora, meses después de la tragedia, sentado en el parque central de Mocoa. Su camisa roja a cuadros, impecable y perfectamente planchada se convierte en un emblema. En un indicio de su dignidad. Norberto Marín se mira las botas de caucho. «Como las de esa noche», dice y vuelve a estar en la calle, machete en mano, cortando ramas y troncos. En esas estaba cuando un estruendo de la tierra lo dejó inmóvil.

Padre e hija se sumaron al grupo que salió calle abajo en busca de refugio. Quizá fue exactamente en ese momento cuando tomó de la mano a Lina Constanza —el padre que protege siempre toma de la mano—, rumbo a la casa. Sus recuerdos tienen varios cortes pero hay una imagen nítida: padre e hija al frente de su casa. A unos pasos, muy cerca, pero separado por el río de furia. Solo hay que pasar la calle para entrar a esperar que todo pase, pero la imagen insólita, la que otros ya habían visto, le confirmaba que era imposible.

—Por ese río bajaban neveras, lavadoras y carros. Y mi casa estaba al otro lado. Me preocupaban mi esposa y mi hijo menor, Juan David, de 12 años, que no habían salido.

La gobernadora, Sorrel Aroca, necesitó unos segundos para ordenar las ideas tras ver el río de barro frente a su casa. Estaba con su hija, de 8 años, y en un acto reflejo la tomó de la mano —la madre que protege siempre toma de la mano—. Se puso botas de caucho. Le puso a la niña botas de caucho. Salieron a la calle. Subieron a la camioneta y trataron de avanzar. El teléfono sonó nuevamente.

—El puente sobre el Sangoyaco ya no está, se lo llevó el río —le dijo a secas al otro lado de la línea Jesús David Ureña.

—¿Cuál puente?

—El grande.

—No, no puede ser. Usted está equivocado.

Le dijo, pero él estaba en lo cierto. Meses después de la tragedia, recuerda que, en ese momento, cuando supo del puente caído —una de las estructuras más importantes de Mocoa, clave para conectar la ciudad y para el transporte de alimentos—, justo en ese momento, una idea se fijó en su mente: enfrentaba una emergencia de grandes proporciones.

Debía pensar al tiempo que esquivaba lodo en la calle. «Instalar  el Puesto de Mando Unificado, tenemos un protocolo de crisis», se repetía. Cayó en la cuenta de que el alcalde de la ciudad, José Antonio Castro, no estaba: había salido de viaje para un encuentro con mandatarios de todo el país en Cartagena. Supuso que era ella la responsable.

En ese momento, Alex Romero analizaba el panorama desde la ventana de la segunda planta del hotel de su familia, en el barrio El Progreso. Ya había decidido despertar a todos los huéspedes. No parece un aguacero común, les dijo. Apenas empezaba a llover cuando verificó en el almacén de la planta baja y descubrió que estaban inundados: las mercancías flotaban, como en un lago.

El agua del río Sangoyaco, que en ese momento rugía con furia a escasos metros del hotel, se había salido sin control. Los Romero decidieron entonces organizar un plan de evacuación. Lo hicieron por la parte trasera del edificio, y por la segunda planta, desde donde ataron cuerdas y las dejaron caer en una acera donde el nivel del barro aún no era profundo. Así salieron. Uno a uno, despacio y muy asustados por el estruendo y la lluvia. Esa decisión salvó a decenas de personas.

Norberto Marín miraba atónito la calle de su barrio que ahora es un río por el que bajan electrodomésticos, muebles y pedazos de muro. Necesitaba llegar a su casa, a solo unos pasos. Su esposa y su hijo estaban adentro. Su hija, a su lado.

—Pendientes, la niña y yo, de que ellos no salieran porque la corriente era muy peligrosa.

Entonces miró hacia la parte de atrás de su casa y notó algo extraño. Se veía como un brillo plateado. «Era agua. Se veía por encima del techo. Ahí si dije:‘Dios mío… Esto qué es’».

El nivel ya estaba al borde de ventanas y cielorrasos. Ante semejante panorama desistieron de llegar a su casa y pensaron que una opción era buscar refugio en la casa del vecino. Y entonces otro estruendo: la pared que cedía, la niña que se soltaba de la mano al padre.

El bombero Juan Pablo Hernández estaba de turno en la estación de Mocoa, aquel viernes 31 de marzo. Recuerda que, desde el inicio del aguacero, el teléfono sonó sin pausa. «Se inundó mi barrio, señor; el agua está entrando a las casas, por favor». Un grupo de verificación salió a hacer una ronda. Casi siempre ocurre eso cuando llueve. Pero esa noche era distinto. La intensidad de la lluvia y la frecuencia de las llamadas eran el principal indicio.

Pasadas las 11 de la noche también fue sorprendido por aquella imagen increíble: a la estación llegaba gente embarrada, de pies a cabeza; confundidos y dando voces de espanto; «el nivel del río, el lodo tapó las calles, entró a las casas…». Eran tantas las llamadas y reportes, que por varias horas los bomberos que habían salido no sabían en concreto qué estaba pasando, más allá de que era una avalancha en proceso, pero no el sitio exacto de la ciudad o cuántas personas estaban afectadas.

Ese fue el panorama que la gobernadora, Sorrel Aroca, encontró cuando llegó a la estación de bomberos, su primera parada obligada. Allí tendría un panorama claro para luego montar el puesto de mando en la sede de la Defensa Civil. Y la recibió la gente embarrada y recién llegada de la muerte, «vea, mi abuelito está en la casa, quedó atrapado, sálvelo», le contó una mujer.

—Vayan, acompáñenla —le dijo a uno de los los bomberos.

—No, es que no es la señora —le respondió el voluntario—. Es que todo el pueblo está pidiendo lo mismo.

Fue ahí cuando decidió llamar al director de la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgos de Desastres (ungrd), Carlos Iván Márquez Pérez. «El teléfono timbró y al segundo pitazo me contestó. Como si el doctor Carlos Iván durmiera con el teléfono».

—Señora gobernadora, ¿cómo está? —saludó Márquez Pérez.

—Doctor Carlos Iván, véngase para acá —la voz entre sollozos—. Nos está pasando una tragedia en Mocoa.

—¿Y usted dónde está, gobernadora?

—En Mocoa.

—Mañana nos vemos a primera hora.

«La noté nerviosa, pedí que me describiera un poco lo que veía», cuenta meses después de la tragedia Carlos Iván Márquez Pérez. «También hablé con el coordinador de Gestión del Riesgo, Lalo Giovanny Zambrano, quien me mandó imágenes».

Con la información que había recogido, el director de la UNGRD, realizó los primeros procedimientos de la coordinación. «Le dije a ella que buscara un sitio seguro y que empezara a dar la orden de evacuación hacia las zonas altas. Le pedí que convocara al Consejo Departamental de Gestión del Riesgo y al Consejo Municipal de Gestión del Riesgo».

Los indicios que habían entregado los funcionarios en la zona daban cuenta de una situación muy complicada. Y la reacción que se cumplía desde Bogotá era como el dictado, a través del teléfono, de los primeros pasos de la atención. «Le pedí, por ejemplo, que no gastaran innecesariamente las baterías de los aparatos, como teléfonos, que estaban utilizando», recuerda Márquez Pérez.

El siguiente paso fue activar el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo. «Le dije al Subdirector de Manejo de Desastres, el coronel Luis Fernando Piñeros, que se comunicara con las cabezas del Sistema —continúa Márquez Pérez— y que activáramos las capacidades de respuesta aérea y terrestre porque había probabilidades de algo difícil».

Con Mocoa sin energía, y en pleno desarrollo de la avenida torrencial, era escasa la información precisa a esa hora. En todo caso, en los siguientes minutos, la UNGRD conformó un grupo de 150 personas y reunió 7 toneladas de ayuda: dos motobombas, una planta eléctrica y una potabilizadora; se sumaron además dos helicópteros de búsqueda y el avión de la Fuerza Aérea para el traslado urgente.

Mientras tanto, los bomberos en el terreno ya luchaban contra el infortunio. Un grupo de búsqueda, que volvió a la estación tras un recorrido por los barrios cercanos a la cárcel, llegó con una señora y una niña en el platón de la camioneta. Uno de los voluntarios contó que las habían recogido y que el hecho de traerlas los había salvado a ellos también. Estaba muy oscuro, siguió el relato, la patrulla avanzaba por una calle estrecha e inundada hacia la avenida principal del barrio. De pronto, señora y niña aparecieron en una moto, en medio de la huida despavorida. Al tratar de esquivar el carro de bomberos, que iba en sentido contrario, se cayeron de la moto. Los rescatistas no dudaron en parar a auxiliarlas. Segundos después vieron atónitos que, en la esquina, de donde venían las mujeres, bajaba lo más furioso del cauce. De no haber parado, muy seguramente se habrían encontrado con la avenida torrencial en la esquina.

El comandante de bomberos, capitán José Alfonso Cruz Martínez, impartía órdenes y recibía informes a distancia, pues él mismo, para ese momento, era uno de los afectados. El río Mulato por poco se lleva su casa y ahora estaba atrapado en su barrio, el 7 de Julio. La corriente había tumbado el único puente de acceso. «No había luz. Pero evacuamos a las personas de las zonas del riesgo del barrio», recuerda el capitán.

Esa fue una de las características del evento en Mocoa. Las cabezas del Sistema, en el nivel local y departamental, estaban afectadas, o atrapadas, en distintos extremos de la ciudad. Los propios socorristas que debían emprender a partir de ese momento la búsqueda de víctimas, estaban angustiados por sus familias. «Lo primero que decidimos, porque los voluntarios llegaban llorando, fue: ‘vayan y salven a sus familias’; si no, no iban a estar concentrados», recuerda la gobernadora, Sorrel Aroca.

La hora exacta del evento fue las 11:24 de la noche. Dicen los sobrevivientes que la masa mayor pasó en pocos minutos. Por eso a las 11:30 gran parte de Mocoa ya era un oscuro valle de piedras y dolor. Las causas exactas todavía se estudian, y requieren una investigación científica. Pero los indicios que existen indican que confluyeron varios factores.

En la zona alta de la ciudad se habían presentado constantes e históricos deslizamientos que llegaron al cauce de distintos afluentes, como la quebrada La Taruca. Meses después de la tragedia, la Mesa Técnica Ambiental, conformada para el análisis de lo que ocurrió, informó que detectó 804 deslizamientos previos a ese día, «de los cuales 603 ocurrieron en zonas de bosque denso y los 201 deslizamientos restantes en zona con presencia de cultivos y pastos», dijo Corpoamazonia, en un comunicado, el 16 de agosto del 2017. La mezcla de deforestación y malas prácticas agrícolas y ganaderas resultaron determinantes.

Esa cantidad de movimientos habla de la inestabilidad de los terrenos en la región. Y las intensas lluvias de esa noche fueron entonces un detonante. Según el reporte de la Mesa Técnica, el Servicio Geológico Colombiano identificó los factores que se combinaron antes de la noche del 31 de marzo: «alta pendiente, fracturamiento de roca (presencia de fallas geológicas), acumulación de rocas depositadas por eventos anteriores (en el 2014 ocurrió un evento de menor magnitud y los depósitos de rocas llegaron hasta la vereda San Antonio)», dice un comunicado emitido por la Mesa.

A los técnicos les llama la atención ese dato que indica que no es la primera vez que ocurre un evento de este tipo en Mocoa. La indagación posterior incluyó el análisis a la poca información que existe y averiguaciones a través de documentación o entrevistas con habitantes de la zona. «Contamos con una imagen de 1962 que es la base para estudios sociales», explica Sandra Rodríguez Bula, líder de la reconstrucción ambiental y de la elaboración de la agenda para la reconstrucción ambiental de Mocoa, por la WWF para Corpoamazonia. «Y con los relatos de la gente. Hemos evidenciado que acá ya habían ocurrido eventos varios».

Lo cierto es que, a pesar de los antecedentes, ninguno de los eventos había alcanzado la magnitud de lo que ocurrió el 31 de marzo del 2017. El Servicio Geológico Colombiano inició un estudio de largo aliento en busca de evaluar la amenaza por movimientos en masa en las cuencas de los ríos Sangoyaco, Mulato y la quebrada La Taruca. En los próximos años, decenas de científicos centrarán su esfuerzo y análisis en Mocoa, su entorno montañoso y las distintas mediciones meteorológicas.

Porque fue tan desproporcionado el volumen de la lluvia, que rompió las barreras y represas naturales, formadas por aquellos deslizamientos continuos. Y una vez eso ocurrió, se formó una avenida torrencial de inusitada potencia. Y con un rasgo que empeoraba las cosas: se autoabastecía de energía. Cuantos más metros ganaba, mayor fuerza adquiría: arrancaba material vegetal de las orillas: tierra, que terminaba convertida en lodo al mezclarse con el agua; árboles, que formaban la peligrosa empalizada; y todo tipo de construcciones, como viviendas rurales.

Los estudios posteriores de la Mesa Técnica determinaron que, de la masa que formó la avenida torrencial, solo 10% resultó ser producto de la tierra de los deslizamientos. Los desechos de otro tipo fueron los que más alimentaron el monstruo, que sufría el mismo efecto de la bola de nieve: a mayor avance, más tamaño.

Dice la explicación de Corpoamazonia, en uno de sus comunicados: «Provino de la socavación que la velocidad del flujo removió del fondo y de los lados de las quebradas La Taruca, Taruquita y San Antonio; y parte del río Sangoyaco». El IDEAM calculó el volumen de la lluvia esa noche en 129 milímetros, en tres horas. Es decir, lo que llueve en 10 días en la ciudad cayó en un lapso muy corto.

En el inicio de su ruta mortal, La Taruca empezó a borrar viviendas rurales y fincas. Uno de los primeros puntos estratégicos que alcanzó fue la subestación eléctrica. Allí dos policías estaban en turno de vigilancia. Uno de ellos alcanzó a subirse al techo de una de las casetas y el otro no alcanzó a correr y fue arrastrado. El lodo llegó también a las torres de conducción. Los hierros quedaron a lado y lado, como recién salidos de una trituradora. La estructura que no cayó quedó sepultada varios metros. Esa fue la causa para que Mocoa quedara sin energía eléctrica.

Metros más abajo la Taruca tuvo un amplio corredor para ganar potencia. Cayó a la quebrada El Carmen y posteriormente al río Sangoyaco, que atraviesa Mocoa. Y el lodo, cada vez más cargado de material, inevitablemente tenía como ruta el casco urbano. El primer barrio en recibir la descarga fue el San Miguel. Era un suburbio de casas de una planta y paredes de colores. Allí fue muy poco lo que quedó en pie.

Los barrios vecinos al San Miguel, que son los que quedan cerca de la cárcel, también fueron alcanzados rápidamente. Los Laureles o Altos del Bosque eran ahora una playa plateada de lodo y rocas. Cuadras abajo de la cárcel fue donde La Taruca se unió con el Sangoyaco. Y el río furioso y desbordado bajó por Mocoa abriendo un boquete de varios metros a lado y lado. Borró del mapa cientos de viviendas de distintas zonas en barrios como La Esmeralda o El Progreso, donde quedaba el hotel de la familia Romero.

A la altura de la carrera séptima, los escombros que bajaban por el río entraron sin control a la plaza de mercado y a la terminal de transporte. En esa manzana se llevó completo un edificio de 3 pisos. Dicen los testigos que la estructura aún intacta flotó por varios segundos, como un barco a la deriva, antes del colapso estruendoso y terrible en medio de las aguas.

Y la corriente de barro bajó todavía cinco o seis manzanas más, hasta los barrios La Independencia y San Agustín, que son los que quedan en la desembocadura del Sangoyaco al Mocoa. Es el extremo opuesto al piedemonte amazónico y el punto de la ciudad donde había iniciado la ruta de muerte y dolor.

Y mientras tanto, en la otra franja de la ciudad, ocurría algo similar con el río Mulato. Aunque no recibe agua de quebradas, la lluvia fue suficiente para generar también una avenida torrencial. Eso fue lo que aisló una mitad de la ciudad de la otra. La fuerza de la corriente, en los dos casos, demoledora e inusitada. «La misma velocidad con la que venía el flujo se transformó en una máquina de socavar —explica Rodríguez Bula—, lo que provocó un cañón de 20 o 25 metros de profundo».

«El momento más duro fue después de la avalancha», dice John Eduard Abella Amaya. Y recuerda que, apenas bajó la corriente, llegaron a su casa amigos, vecinos de toda la vida, buscando a sus familias. «Llegó un muchacho llamado Germán; me saludó y me dijo: ‘Usted no ha visto de pronto a mi esposa y mi hijo’. Le dije: ‘No, no los he visto’. El muchacho lloró y me dijo: ‘Se los cargó el río’».

¿Usted no ha visto?, se hizo la pregunta más repetida esa madrugada. Las calles se llenaron de personas que deambulaba y gritaban nombres. Buscaban con voces desesperadas a sus seres queridos con la esperanza de que contestaran desde lo más profundo de la penumbra. Cuando John Eduard Abella Amaya salió a la calle a mirar qué había pasado, cayó en la cuenta de que era el dueño de una suerte inexplicable, que solo pudo interpretar como un asunto divino. En la parte alta de su calle, un hombre hizo una casa con buenos cimientos y vigas, y en la parte de atrás la cerró con un enrejado fuerte.

«Y hasta ahí llegaba el agua. Pegaba ahí y se desviaba. No le pasó nada a mi casa por esa construcción. Estábamos los cuatro, nosotros tres y mi madre, y no nos pasó nada. Y como a las 12:45 a.m. volvió mi padre con mi hermano. Nos contó que a ellos no les querían abrir una puerta porque había como 70 personas en la calle. Hasta que casi la tumban y el señor abrió. Era una casa de tres pisos; esa casa quedó en pie y se salvaron todos».

¿Usted no ha visto?, ¿usted no ha visto?, se oía una y otra vez. Y también lamentos, llantos, dolor en todas las formas y sonidos posibles. Esa noche más de 330 personas murieron, casi la tercera parte, niños. Y meses después de la tragedia, todavía no se sabía nada de cerca de 75 personas: integraban la dolorosa lista de desaparecidos tras la avenida torrencial.

Sentado en el parque de Mocoa, Norberto Marín recuerda el momento en que oyó la voz de su hija. Hace apenas minutos contaba sin inflexión alguna hasta el detalle más insignificante de aquella noche terrible. Pero cuando llega al momento en que el muro cae y le arranca a Lina Constanza, queda sumido en un silencio atroz.

—¡Papá!.. ¡Papito!

«Estaba lejos», dice al fin. «Se escuchaba lejos…». Porque en ese instante, en el segundo exacto cuando el mundo a pedazos bajó el volumen para que él oyera a su hija, creyó que estaba muerto; «o más que muerto», intenta precisar; «más que muerto estoy», dice que se repetía mentalmente esa noche, mientras trataba de salir de aquel hades. «Y entonces dije: ‘Dios mío, si es el día, entonces, llévame. Pero y si no, cualquier cosa que me salve’».

Fue en ese instante cuando sintió que un tronco le rozó la espalda. Como pudo se volteó y se aferró con fuerza. Así avanzó unos metros más hasta que una bocanada de corriente lo hizo a un lado, lo apartó a una zona menos profunda. Y vio un poste medio caído. Entendió la situación como un designio divino.

—No sé si me llevaba derecho o no. Pero yo dije, Dios mío, que me lleve a ese poste, y ahí me sostengo. Y como si estuviera planeado: allá llegué.

El poste, donde ahora se sostenía Norberto Marín, estaba en un punto muy cerca de la desembocadura de La Taruca en el Sangoyaco. Si hubiese caído a las aguas del río, otra habría sido su suerte. Y por eso, aferrado, soportó hasta que pasó la corriente.

A varias cuadras, José Buelvas seguía parado, pasmado, en una esquina de la sala de su casa. «Y el agua empezó a mermar». Él también oía la gente que gritaba, que pedía auxilio. Por fin abrió la puerta y vio a los que avanzaban con linternas. Se unió al grupo. Le ayudó a un vecino que amarraba dos palos para sacar a una señora herida.

—Qué le pasó —preguntó.

—La alcanzó una piedra y tiene quebrada una pierna —respondió el hombre.

Recorrió la calle un rato más, hasta que un conocido le dijo que su suegra había muerto. Regresó a su casa, recogió a su esposa y su hijo y empezó ese otro camino que cientos también iniciaban con él a esa hora. El duelo por los seres queridos.

El capitán Cruz Martínez ya había logrado llegar a la estación. «El caos era total», fue la impresión que se llevó. «Cada vez más personas acudían en ayuda. Las solicitudes de socorro llegaban de casi toda la ciudad».

El cabo Juan Pablo Hernández recuerda que recorría los barrios tapados por el lodo, y con rapidez y angustia, desenterraba los cuerpos que abundaban a lado y lado. Buscaba la cabeza; ¿respira o no respira? Era terrible mirar a la muerte a los ojos pero así salvó muchas vidas. «Lo más difícil era con los niños».

La gobernadora, Sorrel Aroca, había salido de la central de bomberos rumbo a la Defensa Civil para instalar el puesto de mando. En esa ruta varias veces el vehículo se encontró de frente con rocas gigantes que bajaban por la calle. «Entonces el conductor daba reversa. Tanto, que la reversa, el cambio en la caja de transmisión, se dañó».

—Mamá, ¿nos vamos a morir? —le preguntaba su hija.

—No. No nos vamos a morir. Vamos a vivir.

Dice la gobernadora, Sorrel Aroca, que era lo que le respondía a su hija. Y ese recuerdo le quiebra la voz. Con esas imágenes y preguntas instaló el puesto de mando. El primero en llegar fue el general Adolfo León Hernández Martínez, comandante del Batallón de Selva N.° 27. La activación del Sistema ya daba los primeros resultados. Apenas unos minutos después de que bajara el río bravo, pelotones de soldados se sumaron a la búsqueda de desaparecidos. El oficial estaba embarrado de pies a cabeza. «Necesitamos linternas, la gente está atrapada», dijo el oficial. Entonces desde el puesto de mando llamaron a los comerciantes, que se respondieron de inmediato.

Norberto Marín, que seguía aferrado al poste, empezó a sentir un dolor intenso en todo el cuerpo. Tenía golpes y laceraciones en las piernas, la cadera y los brazos. Y los ojos llenos de fango. Como pudo, ubicó una casa en pie a unos metros de distancia. Cuando intentó mover el cuerpo, el dolor lo doblegó. Pero se sobrepuso y caminó. Varias personas adentro de la casa recibían auxilio y se ayudaban mutuamente.

—Por favor, regáleme agua —le dijo al dueño—. Regáleme agüita, yo me lavo.

Cuando se quitó la costra dura que tenía en la cara, cayó en la cuenta de que estaba desnudo.

—Présteme una pantaloneta —le dijo al vecino que le ayudaba.

Y con la desnudez también le cayó encima todo el peso de las circunstancias. Norberto Marín, que no es hombre de segundas palabras, lo explica de manera sencilla y universal: «Me dio un ataque de nervios tan pero tan grande».

Entre los que lo vieron en ese trance de angustia, estaban dos mujeres, integrantes de una comunidad religiosa del sector. Una de ellas se le acercó y le tomó las manos. «¿Quiere que oremos por usted?», le preguntó. «Y cuando terminaron de orar —recuerda Norberto Marín— a mí se me quitaron los dolores del cuerpo. Se me quitó la angustia. Fue un alivio impresionante».

Entonces pidió un teléfono celular y marcó el número de su esposa. El aparato timbraba. Ese indicio fue suficiente. Tomó aire, se llenó de esperanza, y salió a la calle, o a lo que quedaba de ella, en busca de su familia. El paisaje era sobrecogedor. «Uno asustado porque no había casas». No sabía muy bien por dónde avanzar. Lo intentó por lo que quedó de un solar, y se hundió de barro hasta el pecho. Entendió que el peligro seguía intacto.

Fue el momento en que enfrentó la otra avalancha, la de la realidad terrible. Los dolores volvieron al cuerpo. Trató de sentarse y no pudo. Recibió la ayuda de otros sobrevivientes que también llegaron. Atravesó dos o tres tablas, para apoyar la espalda, y se quedó dormido. Ahí lo encontraron.

Amanecía en Mocoa. «Era increíble. No alcanzamos a imaginar cómo hizo tanto estrago», reconoce el capitán Cruz Martínez. «Y cuando ya era de día, empezamos a salir —recuerda John Eduard Abella Amaya—. Los que íbamos saliendo éramos pocos, eran más los heridos que los que estábamos bien. Y Era como ver una playa… Vi salir a doña Rosa, una señora donde hacíamos parrandas. Y doña Rosa dijo: ‘Tengo un niño pequeño; aquí está, muertico’».

Minutos antes de la 5 de la mañana, Carlos Iván Márquez Pérez llamó por teléfono al presidente, Juan Manuel Santos Calderón, para contarle lo que pasaba. «Estoy activándome para moverme», le explicó Márquez. «Yo voy», respondió Santos. «Vamos para allá a trabajar». Y luego preguntó: «A quién hay que llevar». «Al Sistema», le respondió Márquez Pérez.

Con esa orden se activó el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo: por ejemplo, el Ministerio de Salud, con el objetivo principal de salvar vidas, a través de la atención en el sitio o con traslado aéreo. Se reforzó a los hombres que ya trabajaban en búsqueda y rescate terrestre, con equipos helitransportados de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Policía. «Llegamos de avanzada, pero el número de muertos subió y subía mucho más», recuerda Márquez Pérez.

La luz del día permitía entender con más exactitud qué había pasado. Las cifras que recopilaba el Sistema cambiaban cada minuto. El presidente Santos les explicó a los periodistas, apenas bajó del avión en Mocoa: «A las 5 de la mañana, Carlos Iván Márquez me reportó lo que estaba sucediendo y me dio una cifra de 14 personas muertas».

Pero cuando la comitiva del Presidente llegó al aeropuerto militar de CATAM, en Bogotá, el panorama ya era otro. «En ese momento me dieron un reporte de 62 personas muertas —continúa el presidente Santos—. Cuando nos embarcamos en el avión, la cifra era de 82 personas fallecidas. Aterrizamos y en ese momento, 102. Y me acaban de reportar que vamos en 112 personas fallecidas. No sabemos cuántas van a ser».

A las 5:30 de la mañana el Sistema ya estaba completamente activo. «Ejemplo —explica Márquez Pérez—: la Fuerza Aérea tiene aeronaves para el traslado de heridos, debíamos coordinar esas acciones, además, con el Ministerio de Salud. Mientras tanto, el Ministerio de Transporte ayudaba también con los traslados de heridos por tierra, y con la evaluación de los puentes afectados».

Cuando el presidente Santos ya estuvo en Mocoa, instaló el Puesto de Mando Unificado (PMU) para darle una estructura, según las prioridades. Todo era urgente, pero era necesario establecer un orden y una metodología. «Luego quedé yo al mando con las Fuerzas Militares y los demás sectores. Así se inició el desarrollo de la primera fase», dice Márquez Pérez.

Pero una operación como la de Mocoa trasciende las competencias del Gobierno. Para atender a los afectados se integró a otras entidades del Estado: Defensoría del Pueblo, Fiscalía, Procuraduría, Bienestar Familiar, Medicina Legal, entre otros. «Mocoa demostró que el país estaba preparado para atender de manera directa eventos de esa magnitud, no hubo necesidad de llamado internacional, por ejemplo, para la coordinación. Todo se hizo bajo la UNGRD», concluye Márquez Pérez.

Esa madrugada llegaron unos 1.200 hombres que rápidamente tuvieron que sobreponerse al impacto y al horror para dedicarse a la búsqueda y el rescate. Los apoyaban 5 helicópteros de la Fuerza Aérea, Ejército y la Policía y tres aviones de la Armada Nacional y la Policía. Mientras desde el aire verificaban la zona para descartar posibles rezagos o repeticiones del lodo, también buscaban a personas desaparecidas y heridas que pedían auxilio.

Entre tanto, en tierra, las brigadas recorrían el peligroso valle de rocas y barro aún fresco. La prioridad era salvar vidas. Y menos de 12 horas después de la avenida torrencial, los equipos de rescate ya habían atendido a cientos de heridos, de los que 68 habían sido trasladados a otras ciudades. Antes de la primera noche se instalaron cinco albergues, con capacidad para más de 500 personas.

Sobre el mediodía, en simultáneo con el trabajo de búsqueda y rescate, el PMU sesionaba de manera permanente. Se movilizaron 500 kilos de medicamentos y casi 7 toneladas de equipos, desde generadores eléctricos hasta tanques de almacenamiento. Se evaluó el tipo de ayuda humanitaria que se necesitaba y se activaron las cuentas bancarias para los aportes en dinero.

Y desde esas primeras reuniones, entre los tres ejes del Sistema —el local, departamental y nacional— se fijó un objetivo prioritario: el restablecimiento de servicios públicos, pues Mocoa estaba sin agua y sin energía eléctrica y cualquier calamidad era aún más grave sin los recursos básicos. Apenas días después, este plan sería uno de los más efectivos y ejemplares en la etapa de respuesta.

Por ahora, al final de esa primera jornada, la cifra de personas muertas se acercaba a las 200, gran parte de ellas plenamente identificadas. Por donde los socorristas buscaban, había cuerpos por recuperar o personas que requerían ayuda. Y desde muy temprano, los noticieros de radio y televisión le contaban al país lo que ocurría. El dolor por las víctimas se extendió rápidamente por el mundo entero.

Se necesitaron minutos para que la solidaridad de los colombianos se manifestara a través de distintos canales. El Sistema se unió a esas iniciativas, para entregar información y coordinar cada vez que los ciudadanos requerían apoyo. Y hasta los mensajes de ánimo y condolencias fueron importantes: con el numeral #todosporMocoa, en las redes sociales, millones de personas escribieron palabras de aliento.

Y se necesitaron apenas unas horas para que se iniciara otro debate nacional: qué tantos indicios existían sobre esta tragedia, qué tanto se había prevenido y cuántas medidas para mitigar el riesgo se habían tomado. La controversia sería intensa en las semanas siguientes.

Pero por ahora, lo prioritario era atender a las víctimas. A las 7:30 de la mañana, un socorrista le tendió la mano a Norberto Marín, que aún trataba de lidiar con su desgracia y sus dolores, encima de una tabla. Cuando caminaba hacia la ambulancia un vecino lo vio y le gritó desde lejos.

—Nosotros encontramos a su hijo, está en el hospital.

La frase fue un empujón. Un motivo. El bálsamo para sus heridas. La razón que necesitaba. A esa hora no sabía nada de su esposa y de su hija arrastrada por la corriente. Pero era suficiente. Su familia, igual que miles a esa hora y que la ciudad entera, no tenía un camino distinto a seguir adelante.

Encontró a su hijo en una habitación atestada de gente y dolor, tendido en una camilla. Tenía el cuerpo lleno de hematomas y la clavícula izquierda rota. Lo que más impresionó al padre fue el rostro del niño: desfigurado a fuerza de la hinchazón. Y entonces, por primera vez desde que La Taruca se hizo río furioso en su calle, desde que el agua le arrancó a su hija de la mano; por primera vez desde la noche anterior, se soltó a llorar. Un llanto inevitable, doloroso y profuso.

Y recordar, sentado en el parque principal de Mocoa, lo deja otra  vez entre nostalgias. Pero su máxima fortaleza está a su lado. Juan David, ya recuperado, lo abraza por la cintura y en silencio oye el relato del padre y el hijo sobrevivientes.

Entonces Norberto Marín saca su teléfono del bolsillo. Es un aparato de pantalla grande que se activa con un botón al lado. Lo enciende. Se ilumina una foto de dos mujeres: son madre e hija. Lina Constanza   y doña Rubiela Murillo Zuluaga. «En esta casa hubo dos grandes pérdidas. A mi esposa la encontraron cerca del barrio San Agustín. Y también al otro día encontraron el cuerpo de la niña. No sé cómo el niño logró salir de ahí».

El segundo hijo de John Eduard Abella Amaya nació cuando la familia estaba en el albergue. La noticia fue un motivo de celebración para las decenas de familias que también estaban allí en busca del impulso para empezar de nuevo. «Todo el mundo miraba a mi esposa porque estaba muy gordita y decían: ‘vea… es un milagro’», dice el padre, quizá para querer decir… otro milagro.

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