Quizás existe un fútbol de ficción cuyo guion no se escribe: ocurre. El balón rueda en una cancha y alguien construye una historia. Como el manido por inmenso “camino al andar” de Machado. El papel es la cancha y las jugadas; la tinta, la radio y la voz que narra. Por años, largos como siglos, esa fue la única historia posible. La única forma de “ver” al equipo. Fútbol oral y primigenio que teje un complejo nudo intertextual en El día en que el fútbol murió, la novela del periodista Andrés Salcedo. Porque es una novela, claro, de fútbol pero la esfera rápidamente desborda y también es una novela sobre la radio, el Caribe y –en esencia– es una novela sobre Barranquilla.
Porque es en Barranquilla, la ciudad parlera y caliente, donde ocurre el milagro del fútbol de ficción cuyo guion no se escribe. El héroe en torno al que ocurre la historia es Heleno da Freitas, el célebre jugador brasileño. En 1950 llegó a la ciudad en una contratación que parecía de escritores de ficción pero que se hizo realidad el 13 de marzo. Debutó tres semanas después ante el Atlético Bucaramanga en una tarde inolvidable: cuatro goles. Y desde esos tiempos fue motivo para escritores: el joven periodista Gabriel García Márquez le dedicó varias de sus columnas en el diario El Heraldo.
Salcedo esperó un poco más: maceró la historia durante varias décadas. Pero su novela es una gran analépsis, un regreso para recuperar al personaje y a la ciudad que lo recibió. Lo hace con el recurso de la radio. Y reconstruye los años maravillosos del Telefunken, del fútbol como uno de los principales números en ese teatro imaginario. “Pues sí, queridos amigos del aire, Heleno ya está en Colombia –comentaba exaltado Pilo Palacio, de pie en medio de la pista, a pocos metros del avión, con una mano en la oreja y otra empuñando el micrófono–. Hoy es, qué duda cabe, un día memorable”.
Pero les ocurre a los novelistas que, cuando pasan el bisturí en busca de su historia, dejan en evidencia pliegues y dobleces que no necesariamente buscaban. Salcedo deja a la vista el mundo de la radio deportiva en una de sus versiones más prescindibles: odios abiertos, vísceras entregadas, enemistades ciegas y esa forma barroca de contar lo que pasa. Dos periodistas, Pilo Palacios y el Bizco Bisconti toman partido a favor y en contra del jugador brasileño, respectivamente. Cada uno ve, como en la canción de Blades, las cosas según el color de su cristal. Y entonces utilizan los micrófonos para sus descalificaciones y diatribas insultantes.
Salcedo, hombre de radio, parece extender una boleta con el saldo en rojo. Igual que con el periodista que origina la historia, Celis, a quien le encargan la tarea de escribir la vida de Heleno, escena que detona el libro. El editor lo increpa sobre la calidad de sus trabajos. Pero Celis le explica a su editor (es decir, a su lector), que va a contar las historias de manera simultánea “Solo tengo que coger todo lo que me está contando el viejo y chantarle a cada personaje la máscara que mejor le sienta”.
Y la escena, además del guiño a los periodistas que se ganan la vida con el encargo, con la ingrata cuanta de cobro, es también una declaración de principios y una clave de lectura. Quizás el origen periodístico de Salcedo lo lleva a ese gesto de “destapar las cartas” para que el lector sepa que no tiene entre manos una biografía de Heleno a secas sino un libro en el que tendrá que buscar tras “la máscara” de cada personaje.
Y lo debe hacer desde la página siguiente, cuando en la primera línea aparece Palacio, “el fotógrafo de la palabra”. Y unas líneas más adelante con el Bizco Bisconti. Y luego cuando está en escena el Junior o el Barrio Abajo o los matinés del Astral. Y, claro, cuando aparece Heleno. El novelista sabe que tiene entre manos a uno de esos personajes cuya vida parece escrita por un guionista de vodevil: el hombre que odiaba el fútbol, los futbolistas, técnicos y hasta el césped; el dandi que se sentía mucho mejor entre bohemios y poetas.
Contado con las voces y el bullicio que empiezan a poblar la novela: en las calles, el estadio o por las bocinas del radio de tres bandas. Pasa entonces lo que en muchas novelas del Caribe: la polifonía es un estruendo. En esas dos grandes anclas, que son la polifonía y la memoria, la novela empieza prender reflectores en varias tribunas, además del fútbol y sus personajes dramáticos. La metáfora sería aquellos juegos de artificio de los niños que en un visor van cambiando colores y paisajes: ahora la potencia del Caribe, ahora el fútbol de barrio, ahora el periodismo artero, ahora el niño que va por primera vez al estadio, ahora los rabiosos y desquiciados narradores, ahora la estrella inverosímil del fútbol que cae en la desventura.
La especialidad de Salcedo, como un personaje de Soriano o Fontanarrosa, es hacer del fútbol una historia. Y no necesariamente narrativa. Una historia inmediata, en caliente, como suele ser la narración de un partido de fútbol: con inesperados giros dramáticos. Y con personajes. Salcedo como narrador del fútbol alemán tuvo un sello que aún se identifica: ponerles nuevos nombres a los protagonistas de la historia. Así surgió, por ejemplo, Norbert “’El espía que vino del frío” Nachweih, Rudy “Porompompero” Wohlers o Hans-Peter “El Leñador” Brieggel. Los elementos de la vida del novelista confluyen en su obra. Sabato lo explicó cuando, en El escritor y sus fantasmas, dijo que toda obra es autobiográfica en un sentido profundo.
Celis viaja a Barranquilla y rápidamente descubre que su objetivo es ubicar al viejo Miche Granados, a quien encuentra en una de las zonas más deprimidas de Rebollo. Celis entonces inicia un “taller de la memoria” con el anciano en busca de su crónica periodística. Pero el entrevistado intuitivamente empieza a mezclar sus vivencias con las del Heleno y es ahí cuando el periodista (realmente, el novelista) nota que la vida de ese ser anónimo tiene tanto valor literario como la vida de Heleno. Y la novela, como la vida, da un giro de tuerca.