Vivimos Tiempos recios 

Dictadores de novela, novelas de dictadores, tituló un libro por allá en los 70 Conrado Zuluaga, cuando agrupó y tendió puentes entre aquella línea narrativa (habrá quien diga: una estética; al menos, una corriente), donde el déspota es el personaje literario a revisar y reconstruir. El otoño del patriarca (1975), de García Márquez, es tal vez el momento capital de esa costumbre literaria, pero la lista es larga y llena de gustos (habrá quien diga, también: y disgustos), e incluye a Roa Bastos, Asturias, Valle-Inclán y un largo etcétera. Y también a Vargas Llosa, claro, a quien hay que reservarle dos espacios en la lista.

Porque su nueva novela, Tiempos recios, es una historia sobre tiranía y dictadores. El autor peruano ya había sido tardío en es costumbre setentera con La fiesta del Chivo (2000), aquella obra en donde la construcción de Urania Cabral, la recreación del dictador Rafael Leonidas Trujillo y el tejido narrativo y temporal hacen que el libro trascienda al tema y más bien postule una propuesta, una estética. Es decir: una mirada desde el arte de la literatura.

Y ahora, con Tiempos recios, donde el contrapunto y comparación con El Chivo (quizá una de las grandes obras del Nobel) será un lugar común porque son obras en diálogo y encuentro. De entre todas las conexiones quizá las más visibles son por cuenta del dictador Trujillo y de aquel personaje siniestro y sanguinario: Johnny Abbes García, jefe de la inteligencia militar de la dictadura y sobre todo el matón favorito del Chivo

El lugar: Guatemala. El año: 1954. Y los hechos: el golpe militar de Carlos Castillo Armas, patrocinado por Estados Unidos a través de la CIA, contra el gobierno de Jacobo Árbenz. La novela cuenta cómo Abbes García termina metido de manera determinante en esa trama y cómo la invasión del ejército paramilitar al mando de Castillo Armas no es un hecho que solo afecte al país centroamericano, sino que –y la novela se propone demostrarlo– tuerce la historia de toda Latinoamérica.

Y entonces el intento máximo de Tiempos recios es la versión que postula de la historia, en la que los personajes centrales del relato oficial definen el devenir de naciones y generaciones. Y lo hacen con decisiones en apariencia menores y con giros que en su tiempo no parecieron definitivos. Y esa –siempre en apariencia– realidad de cada día, que se configura a fuerza de asesinatos, atropellos, violacionesde simples traiciones; ese día a día de crímenes es como la gota diaria del gran cántaro que es la historia.

Personajes en apariencia anónimos o irrelevantes son que la literatura (es decir, el escritor) escudriña y revisa y propone. Ocurre, decíamos, con el jefe de inteligencia o con Marta Borrero Parra, conocida como la Miss Guatemala. Y pasa ahora, en las calles o sedes de gobierno o políticos, pero necesitaremos décadas para entenderlo y descubrirlo.

Y esa revisión del pasado a las luces de hoy es lo que permite hallazgos en el arte. En Tiempos recios, de los tantos ejemplos, la campaña de la CIA en contra de Árbenz, un presidente llamado a ser fundamental que terminó por comprobar cómo un rumor, una idea equivocada o una falsa noticia pueden crecer como la más peligrosa e inusitada bola de lodo que baja de un volcán.

Y entonces los lectores hemos de caer en la cuenta de que ya para los años 50, sin internet, pero sí con la radio en sus años de oro, lanzar fake news era una práctica recurrente, usada con precisión y con resultados probados.

Ayer y hoy, las olas de mentira y paranoia que dejan muertos por miles y generaciones enteras frustradas, encerradas en un “pudo ser” que es lo mismo que la incertidumbre perpetua o la nostalgia por lo que nunca jamás sucedió (como dice el poeta).

Entonces la novela tiene su mayor conexión con los tiempos recios que son también los de ahora: alguien, en algún lugar, busca construir supuestas verdades por una razón única e infame: le conviene a su causa.