En el pedido de cuentas, en aquel llamado de sabio de la tribu que es La civilización del espectáculo (su libro de ensayo tras el Premio Nobel), Vargas Llosa habla de fútbol. El juego de pelota es presentado por el escritor peruano como un fenómeno de masas que, “al igual que los conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las enardece más que ninguna otra movilización ciudadana” (página 40). El hilo conductor de ese libro apunta a enumerar (a, quizá, desenmascarar) las manifestaciones sociales de un mundo “donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”, al punto que llega a ser nocivo, según Vargas Llosa, porque la cultura como se concebía y se conocía en la primera mitad del siglo XX cambió.
“¿Qué quiero decir con civilización del espectáculo? La de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”. (Página 33). El tema es tan polémico que encendió el debate, en páginas del diario El País, de España, con el escritor mexicano Jorge Volpi. El caso es que Vargas Llosa señala que la proliferación de la llamada literatura light, el fin de la crítica, ciertas formas del arte posmoderno o simplemente que en las secciones culturales de los diarios aparezcan, en cambio de escritores, expertos en cocina o moda, son algunas de las consecuencias de este cambio de pensamiento.
Y en el caso del fútbol ocurre que está signado por lo que Vargas Llosa llama la masificación. No es la primera vez que los deportes son importantes, recuerda el Nobel, “para Platón, Sócrates, Aristóteles y demás frecuentadores de la Academia, el cultivo del cuerpo era simultáneo y complementario del cultivo del espíritu” (página 40). El problema está en que la práctica del deporte hoy reemplazó el trabajo intelectual, escribe Vargas Llosa. Y, claro, ningún deporte tan popular como el fútbol. Vargas Llosa en su ensayo se declara un aficionado al fútbol, de los que admira la “destreza, armonía del conjunto y de lucimiento individual”, pero –al mismo tiempo– no duda en calificar el juego como el circo romano de nuestros días.
“Los grandes partidos de futbol sirven sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo de lo irracional, de regresión del individuo a la condición de parte de la tribu, de pieza gregaria, en la que, amparado en el anonimato cálido e impersonal de la tribuna, da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y aniquilación simbólica (y a veces real) del adversario” (página 40).
Esa especie de locura colectiva por la pelota es el origen de uno de los grandes males del fútbol moderno: la violencia en las tribunas. El individuo desinhibido escapa, de manera lícita, de la civilización: allí está, según Vargas Llosa, el motor de las barras bravas y sus conocidas tragedias y desmanes. “No es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas (…) a las canchas, sino un espectáculo que desencadena en el individuo instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como miembro de la horda primitiva” (página 40).
Es un duro ajuste de cuentas. Y como pasa con el fútbol, en el libro, ocurre con el arte, el cine, la televisión y, en general, con la postmodernidad. Vargas Llosa llega, incluso, a desmentir algunas de las tesis sobre cultura de filósofos y pensadores. Quizá su mirada resulte un diagnóstico del fútbol de hoy, el de la danza de los millones, las cifras astronómicas y el rentable negocio. Pero hace varias décadas, cuando la realidad y el fútbol eran otra cosa, Vargas Llosa encontró en los once contra once y el ritual en el césped un elemento de interés para o analizar los personajes o ambientar escenas de sus obras.
Uno de sus textos más recordados sobre el tema, por ejemplo, es una columna sobre Diego Maradona. En el mundial de España 82, Vargas Llosa fue uno de los primeros en advertir que había llegado a la escena alguien que amenazaba el olimpo ocupado por Pelé, Cruyff, Di Stéfano o Puskas. Su veredicto apareció a la altura de, apenas, el segundo partido del mundial (ante Hungría). Aunque a la postre ese torneo fue un fracaso para Maradona y Argentina y a pesar de que solo cuatro años después, en México 86, Maradona se mostró plenamente. Vargas Llosa escribió con la mirada anticipada del artista.
Y Maradona, para Vargas Llosa, “es un mito porque juega maravillosamente, pero también porque su nombre y su cara se graban en la memoria al instante y porque, por una de esas indescifrables razones que no tienen nada que ver con la razón, de entrada nos parece inteligente y nos cae simpático”. Hay un detalle en el texto con una aparente conexión a sus postulados de 30 años después en La civilización del espectáculo. Vargas Llosa en esa columna lanzó una hipótesis sobre por qué los futbolistas son héroes con holgado espacio: “Los pueblos necesitan héroes contemporáneos, seres a quienes endiosar. No hay país que escape a esta regla. Culta o inculta, rica o pobre, capitalista o socialista, toda sociedad siente esa urgencia irracional de entronizar ídolos de carne y hueso ante los cuales quemar incienso”.
Para el caso de su literatura las marcas “en forma de pelota” están en su primera novela, La ciudad y los perros. En esas páginas el fútbol está presente de dos formas. Primero, en la cancha del colegio Leoncio Prado, donde no es un espacio para el juego o la diversión sino el escenario de las penurias y torturas que sufrían los cadentes, “Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol”.
Y, segundo, el fútbol como un espacio de interacción social, en el que los jóvenes pueden interactuar como individuos. Le ocurre a Alberto cuando llega a su nuevo barrio. No se juega en el estadio sino en la calle. Alberto estaba en su cuarto y desde allí oye el tropel de muchachos y pelota en la calle. “Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces”. Baja. Sale a la calle. Y ocurre la escena es una bella representación del fútbol de barrio y esquina. “»Tapa ésta, Pluto», decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. «Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz.»”
En La tía Julia y el escribidor también está presente el fútbol. Se trata de una de las radionovelas, donde hay un personaje muy cercano a la cancha pero, por su origen aristócrata, no se inclina por una de las posiciones en el campo sino por la tarea de árbitro. La anécdota se centra en todo lo que pasa la familia antes de notar que su hijo está entregado a las canchas pero por su filiación con el acto de administrar la justicia: “Dos, tres, diez veces había encontrado a Joaquincito arbitrando el partido. Con un silbato en la boca y una gorrita para el sol, corría tras los jugadores, señalaba faltas, imponía penales”.