Los funerales del Papá grande

Desde el 20 de mayo en librerías el libro que escribió el hijo del Nobel de Literatura sobre los días finales de su padre. Relata cuál fue la enfermedad que lo llevó a la tumba, los hechos llenos de magia de esos días y cómo fue el final, años después, de su madre, Mercedes Barcha. Reseña. 

Gabo y Mercedes: una despedida. Libro de Rodrigo García Barcha
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La historia de los pájaros muertos resultó un anuncio que pasó de las páginas de la inmortal novela a la vida diaria y familiar. Es aquel pasaje memorable de Cien años de soledad: la muerte de Úrsula Iguarán en la que el telón es el de los pájaros acosados por el calor insoportable que se estrellan contra los alambrados y caen muertos como gran simbolismo de tragedia y luto profundo.

Muchos años después, en la casa de la Calle Fuego, de la colonia Condesa de Ciudad de México, un pájaro despistado y premonitorio entró a la casa de los García Barcha y –como si se diera un golpe letal contra un alambrado– se estrelló contra el ventanal. Por un azar extraño del destino y la literatura cayó muerto en la misma silla del comedor en la que siempre se sentaba Gabriel García Márquez. Juntos, el escritor nacido en Aracataca y la matrona fundadora de Macondo, murieron un jueves santo.

Un par de días después de su muerte, cuando ya el cuerpo no existía y lo que quedaba cabía en una caja de cenizas que pesaba un kilo y medio; cuando todo estaba listo para el gran homenaje en el Palacio de Bellas artes, su hijo Rodrigo García Barcha se sentó solo a desayunar y vio, en la misma silla en la que había caído el pájaro muerto, un arcoíris que se formó por el reflejo del vidrio.

Las historias de magia, hechicería de palabras y aquello de nombre tan gastado pero innegable que solemos llamar realismo mágico, estuvieron presentes en la vida y el entorno de Gabriel García Márquez hasta el último día de su vida. Así está contado, en el puño y la letra de su hijo Rodrigo (primero en inglés, ahora traducido al español), en el libro “Gabo y Mercedes: una despedida”.

Es una bella carta del hijo a sus padres muertos. Una edición impecable con la foto en la tapa de la mañana remota en la que lo llamaron de Estocolmo a decirle que era el nuevo Nobel de Literatura. García Márquez, la sonrisa inmensa tatuada, zapato blanco y bata levantadora, se paró al lado de su esposa en el patio de la misma casona donde moriría 32 años después.

Es un libro que nació, cuenta el propio Rodrigo en las páginas, porque la costumbre de escribir de la muerte es una necesidad antigua y porque él es una de esas personas que no puede vivir sin escribir (si puede vivir sin escribir, mejor no escriba, solía decir García Márquez).

Carta de despedida, diario de un duelo y una confesión que no deja de poner en conflicto la impudicia que implica. “En el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad” (página 16). Pero a renglón seguido, Rodrigo acepta que solo es un tema que ha elegido al escritor y ya nunca lo dejará en paz.

El caso es que el libro de Rodrigo García es lo mismo que ir de su mano y recorrer la casa donde pasan cosas que parecen sacadas de los libros de su padre y donde en el cuarto de la visitas un hombre agoniza. Es nadie menos que uno de los escritores más grandes en los últimos siglos. Su familia atraviesa el umbral de la dolorosa pero inevitable (y hasta cierto punto esperada) despedida y la confirmación de la inmortalidad del artista.

El dolor y la impotencia ante el luto no sólo ocurren entre escenas fantásticas sino que pasan como destino inexorable. La vida del escritor se apagó de a poco, despacio, en una despedida con melancolía de la que solo se conocía lo que se vio en los noticieros y se leyó en los diarios en las primeras semanas de abril de 2014.

Todo empezó con un resfriado. Tras dos días en cama decidieron en casa que lo llevarían al hospital. Allí los exámenes confirmaron un cuadro de neumonía pero –lo más preocupante– en las tomografías hallaron también masas sospechosas en los pulmones y el hígado.

Vino la primera decisión definitiva de la familia. La opción era tomar muestras para una biopsia e iniciar un tratamiento. La única manera era con una cirugía, la ineludible anestesia general y la posibilidad del respirador artificial. Mercedes Barcha se negó y tras el consenso familiar, y el consejo de médicos amigos, García Márquez fue trasladado a su casa para que viviera lo que –en un principio esperaban–, fueran sus meses finales.

Fue cuando instalaron una cama de clínica para enfermos en el cuarto de invitados y las escenas como sacadas de libros se convirtieron en despedida. La historia de los pájaros, la del arcoiris y el día que, con la lucidez y el sentido del humor de siempre, García Márquez se gastó una broma fina sobre las abluciones al enfermo; o cuando los vallenatos sonaron a todo volumen, inundaron la casa y fueron la fiesta final.

Rodrigo García narra el apabullante estoicismo de Mercedes con la orden definitiva de “aquí nadie llora” o como fue él mismo hijo aturdido que se hizo una foto selfie en la funeraria, al lado del padre muerto y listo para entrar al crematorio, pero entre pudores y dolores la borró y la cambió por una toma del ramo de flores amarillas que una de las nietas puso en el regazo del cuerpo y la mortaja.

Pero quizá lo más doloroso del relato es aquello de lo que se había oído y contado pero nunca de manera tan personal e íntima. La manera como el gran narrador en los últimos años de su vida fue perdiendo la memoria, producto de la demencia senil, en un proceso del que fue conciente en un comienzo. El hijo lo narra en la desolación del lamento que un día soltó el escritor, “de la memoria trabajo y vivo”; o en el diálogo que tuvo con una empleada a la que le dijo: “tengo la cabeza vuelta mierda”.

Y los días finales, claro, en una casa donde en uno de los cuartos estaba muerto uno de los hombres más célebres de su siglo y en los demás espacios una familia que no sabía bien cómo contarlo al mundo de la mejor manera o qué hacer con la cama clínica donde exhaló para que no se convirtiera en un fetiche.

Afuera, en la acera, el mundo que recordaba al maestro de la literatura: cientos de curiosos y reporteros que querían algún dato menor de lo que pasaba en la casa (periodistas como el muerto que dormían en los andenes y le ponían el micrófono a cuanto poeta, ex presidente o amigo anónimo que pasara por la puerta).

Adentro la familia que despedía y mezclaba el duelo con los asuntos terrenales de los invitados llegados de todo el mundo, las bebidas para todos, el homenaje en Bellas Artes con lectores y expresidentes y hasta con un estafador que llegó a la casa. Se presentó como el señor Porrúa y engañó a Mercedes para que le diera 200 dólares. Lo descubrieron sólo días después cuando ya la única reacción posible fue la risa.

Cuando terminó el funeral el regreso al silencio y el vacío del hogar, la decisión de que los archivos quedaron en la Universidad de Texas o que las cenizas fueron a dar a Cartagena. Hasta los días de la pandemia, cuando entre el encierro y el temor al virus es Mercedes Barcha quien emprende el viaje final.

La despedida de ella, menos tumultuosa que la del escritor, ocurrió para su hijo y narrador de esa manera tan fría y distante de los tiempos del virus: a través de una video llamada. A Mercedes Barcha las interminables cajetillas de cigarrillo le pasaron la cuenta final pegada a una máquina de oxígeno y justo en el año del encierro.

Y con ella se cerró una historia de libros pero también la de una pareja de la literatura, amistad y complicidad. En las páginas finales el hijo deja claro eso y da pistas de lo que pasará con la casa de la calle Fuego que ya es lugar para siempre. Quizá se convierta en un espacio museo en honor para recorrerla con el libro de Rodrigo García Barcha debajo del brazo.

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