El nueve blanco brillaba en una esquina del campo, en el costado sur y oriental, cerca de la línea lateral. Cuando le quité la mirada a la espalda descomunal vi también el pelo negro, el mechón sobre la frente, las piernas a punto de estallar. Mi abuelo, que es un hombre de códigos en el fútbol, me dijo a secas: es El Búfalo. Fue un día de 1985. Había oído en la radio las historias de un tal Funes, había visto alguna imagen en la televisión. Pero ahora, que iba por primera vez al estadio, todo parecía desproporcionado: la cancha, el verde infinito de la grama, las líneas blancas que delimitaban y la espalda del hombre que caminaba con un nueve brillante. No sé muy bien contra qué equipo jugó Millonarios esa tarde (¿era domingo?). Pero sé que otros cuyos nombres ya conocía –Pelufo, Prince, Iguarán–, después también aparecieron en la cancha. Esa primera vez no miré mucho lo que ocurría en el campo. Mi atención se centró en varias cornetas (cinco o seis) que sus dueños hacían sonar, más abajo en la tribuna, justo al lado de la baranda, en una cadencia de estruendo y movimientos ahora izquierda, ahora derecha, primero lento y luego más rápido. También observé un rato a un hombre de gorro blanco y azul, sentado unos metros a la derecha, absorto en un redoble de bombo y ajeno –como yo– a los asuntos del juego. A esos detalles, a ese mundo nuevo que ahora conocía, se sumaba una advertencia de mi madre: me había dicho que mi abuelo, que estonces ya era un hombre de saco y corbata, acostumbraba a sentar a los aficionados de la fila posterior con un golpecito de paraguas en el hombro. Nunca lo hizo. Ni esa tarde ni las otras que estuve con él en El Campín. El tío José Osvaldo fue quien me aclaró semanas después en qué consistía ser hincha de Millonarios: en el parque, él aceptaba ser Trobbiani y a mí me dejaba ser Funes. Las tardes de fútbol en el barrio llegaron a ser más importantes que los asuntos de El Campín, donde era una rutina ganar títulos, una y otra vez más, hasta completar trece. Se supone que fueron años felices. Pero el tiempo curó de a poco aquella costumbre de parque y estadio. Y un día leímos en el periódico que murió Funes. Y otro día el titular habló de alguien llamado El Mexicano, y de dineros del narcotráfico, y de un equipo de Bogotá. Nunca más volvimos al parque. Nunca al estadio. El abuelo hoy vive en Santa Marta. Al tío le hablo de cuando en cuando y rara vez lo veo. Espero que un día hablemos del Millonarios Fútbol Club, esa versión exorcizada de la que –seguro– son socios. Debo llamar a mí tío. Debo ver a mi abuelo.