Una novela por escribir podría contar cómo la gente recibió los dos primeros libros de García Márquez. El país ya estaba bajo la dictadura de Rojas Pinilla, en los campos y veredas se asesinaba con métodos atroces de cortes de franela y corbata y siete años antes de ese debut habían asesinado a Jorge Eliecer Gaitán.
Era el año 1955. En ese país a punto de estallar –es decir, en ese país de siempre–, llegó a las estantes un libro de ediciones SLB, con un niño dibujado a lápiz en la tapa (ilustración de Cecilia Porras). El título abajo, escrito en caligrafía infantil: La hojarasca, y arriba, en el borde superior izquierdo, el nombre del autor.
Tres años después publicó su segundo libro, El coronel no tiene quién le escriba. Fue en 1958 y la dictadura ya lo había obligado a mudarse a París. Vistas hoy, con el cedazo del tiempo, se ven como dos obras con hilos comunes pero sobre todo con profundas premoniciones de lo que iba a ocurrir después.
En la primera novela aparece Macondo como lugar de los acontecimientos. Ya es el pueblo tropical con una identidad rotunda que va desde el halo fantástico de sus habitantes hasta los suelos de tierra que hierven al sol. Es un lugar imaginario –se sabe– pero desde ese primer libro pretende ser, sobre todo, una metáfora de todos los pueblos del Caribe.
Construir un lugar mágico fue un ir y volver para el autor. Porque luego El coronel no ocurre en Macondo sino en un pueblo, quizá cercano, ya no arrasado por ese supuesto progreso que llegó (la hojarasca, la compañía bananera) sino definitivamente azotado por la nostalgia, el duelo y la censura.
En las dos novelas hay un Coronel (los biógrafos han explicado en extenso la influencia en el escritor de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez). En la primera, el Coronel es el abuelo que auxilió al médico que muere para detonar la historia. En la segunda, el Coronel que espera el pago de su pensión se convirtió en un personaje para siempre. Es un hombre con dignidad de hierro, el gallo –que es lo mismo que la tragedia de su hijo– debajo del brazo, y el acoso del hambre y el destino del país que lo abandonó aunque fue un héroe.
Y hay un personaje presente en las dos novelas. Algunos pasajes breves son suficientes para que el coronel Aureliano Buendía sea ya una figura totémica, el arquetipo del que fue a la guerra y luego carga las marcas, como tantos colombianos de esos y estos tiempos.
La primera novela es potente, polifónica, fragmentada, con personajes memorables, como el niño –el nieto– que está en el funeral. La segunda, tan pronto apareció entró al listado de obras maestras por su belleza poética, su fragor contenido y la construcción, en tan pocas páginas, de un universo complejo donde confluye aquello que en Colombia se repite en ciclos desde esos años: la vida que transcurre mientras en un telón de fondo ocurre la violencia.
Hay un texto famoso de García Márquez –se toma como uno de sus ensayos, en un escritor que no fue crítico literario–. Lo escribió de 1959, un año después de publicado El coronel. El título es Dos o tres cosas sobre “La novela de la violencia” (apareció en la revista La Calle). Allí, García Márquez explica que toda la literatura que se hace en medio de esa época llamada La Violencia tiene un valor menor porque –explica el novelista– los autores cometen un error: contar desde los muertos y no desde los vivos.
Las novelas están, explica García Márquez, no en los cadáveres que quedan sino en el miedo y el sudor frío de quienes se escondieron para no morir asesinados. En ese principio está sustentada después su novela capital y definitiva: Cien años de soledad. Esa mirada que va más allá de los decapitados se convirtió en un legado que llegó a otros escritores, cineastas y que se intuye como una voluntad en relatos de estos tiempos como el que hizo la Comisión de la verdad.