García Márquez, aquella nostalgia

Cada portada y cada página amarillenta; cada foto y dibujo y letra de molde, con una historia que va más allá de coroneles y 3 mil muertos en un vagón. El niño sorprendente, como dibujado con trazos infantiles, que observa el velorio, en esa primera edición de La Hojarasca, rara, antigua y poco conocida: Ediciones SLB y aquel lejano 1955 cuando todo empezó; o la renegada La Mala Hora, ganadora del premio Esso 1961, que García Márquez desautorizó porque se la editaron en español de España y no en castellano de Macondo; o la universitaria y oscura tapa de Los funerales de la mamá grande, en aquel 1962 cuando nadie se peleaban por publicarlo; o El Otoño del patriarca con el cintillo del la fama de Cien años y esos riscos marrón de incertidumbre y miedo; o el libro amarillo y sencillo de El amor en los tiempos del cólera, tan básico y grande y famoso que hasta salió en Don Chinche y el doctor Pardito lo llevaba por todo el barrio; o la hamaca vacía y sin héroe de El General en su laberinto; o el  amarillo antiguo del primer Relato de un náufrago; o el bigote negro muy negro de Cuando era feliz e indocumentado; o la banderita del “Nobel 82” y el vallenato desgarrado de los Textos costeños I y II; o el desconocido encapuchado del Viva Sandino; o la silla con clavel del Monologo de isabel que Ana María en la universidad siempre llevaba en el bolso; o el cartón paja de Tres cuentos colombianos; o los ojos de perro en Ojos de perro azul; o las flores rojas de los Doce cuentos peregrinos, que todo universitario de los noventa tuvo y leyó, solo para quedar signados para siempre con el cuento de la durmiente en el avión; o el muerto con la sábana de Crónica de una muerte anunciada, que quizá esté en todas las casas y está en la mía porque fue uno de los primeros libros que leí en la vida; o la niña de luto cerrado de La siesta del martes que jamás había visto; o el bebé en la tapa de las memorias, como en los pendones y fotos gigantes del día que en la biblioteca Virgilio Barco presentaron Vivir para contarla; o el viejo de espalda, triste, solitario y final, de Memorias de mis putas tristes; o el galeón y las tres flores amarillas en la primera Cien años de soledad, cuando no era tiempo de internet, ni trinos ni bibliotecas virtuales, algo así como mito entre libreros, muy raro alguien que la hubiese visto de verdad y mucho menos quien la hubiese tenido en las manos, mire el galeón, y aquí la escena de Escalona y aquí la marca de la cruz de ceniza y aquí Aureliano Babilonia con lo de los amigos con son unos hijos de puta –hace dos años, con García Márquez recién muerto, en la puerta de su casa de la Colonia Condesa las esposas de los poetas contaban que cuando el libro llegó a las librerías, aquella edición del galeón, lo buscaban como necesitados y lo leían de un tirón, en una noche entera y en vela y en fantasía por el hilo de sangre o la mujer hermosa que subió al cielo. Eso contaban en la puerta de su casa, donde hubo ramos de flores y patrullas de policías, y periodistas que dormían en la acera. Como si fueran días de gitanos en el Distrito Federal. Dos días después un hombre llegó a los funerales del Palacio de Bellas Artes, sombrero alón como de Melquiades, camisa blanca, y esa primera edición debajo del brazo. No alardeó, ni mostró  el galeón con arrogancia. Contó que veía de lejos, de Guerrero, tal vez, y dijo que leía a don Gabriel en ese libro desojado y viejo–.

Los libros de García Márquez que expone La Biblioteca Nacional, en el proyecto que llama “Gaboteca”, están usados y leídos. Lomos raspados, remiendos con cinta y lectores que pasaron. Cada uno como dedicado a quienes niegan que sean días aciagos para los libros de imprenta, como para contrariar eras digitales y tiendas en línea y Ipad –como en el que ahora escribo–. Como para caer en la cuenta que además de mundos y voces, y coroneles y tres mil muertos en un vagón, los libros son una eterna nostalgia.

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