Lejos de los días aciagos, mucho más atrás de aquella enfermedad que le paralizó el cuerpo y la vida, Roberto Fontanarrosa fue un niño obsesionado con la pelota. La pateaba una y muchas veces más en la terraza de su casa, que quedaba en el centro de Rosario –sin un parque cerca–, o en el patio del colegio. Quería ser futbolista. Estar en el estadio. Ser jugador de Rosario Central. De la selección Nacional. Pero la realidad pesó más que la ficción y develó rápido el desastre: las piernas por un lado, el balón por otro. Por eso se retiró mucho antes de que iniciara su carrera en las canchas. Y se fue a la tribuna cumplir ese otro rito extraño llamado ser hincha. Se enamoró sin explicaciones lógicas de Rosario Central.
Pero, lo confesó un día, le hubiera gustado ser futbolista. Estar en el campo. Jugar aquella semifinal: Central – Newells, en el Monumental. Y hacer el gol, ser Aldo Poy y volar como palomita. A veces lo conversaba con Aldo, quien vivía muy cerca de su casa, en Rosario, a una o dos cuadras. Y Poy siempre le confesó que no, que no se dio cuenta, que no pensó –en el momento que hizo el gol–, que iba a tener la trascendencia histórica que después tuvo. Que vio que fue un gol importante, en un clásico, pero no pensó que tantos años y décadas después se iba a seguir recordando, cantando, que le iban a hacer un “Aldo-móvil” (como el Papa móvil) para ir por todo el país y por todo Rosario con esa alegría inmensa en forma de paloma.
Poy necesitó tiempo para ver el mito, la historia inverosímil que él mismo protagonizó, aunque no lo supiera en el instante mismo. Le ayudó su amigo Roberto. Pues su palomita se convirtió en leyenda –un poco– por el cuento que años después escribió Fontanarrosa. El inmenso gol de Poy era aún más grande en su versión literaria. Y quizás por eso, por ese artificio que convierte goles en cuentos, Fontanarrosa empezó a escribir sobre fútbol. Por Rosario, Central, Aldo. Por la niñez, la terraza y los goles. Por la necesidad de entregar una versión nueva (mejor o peor, según el caso) de la vida en torno a una pelota. Siempre dijo que llegó a escribir sobre fútbol por un camino distinto. No como el escritor que de repente se le ocurre escribir sobre fútbol sino como el apasionado que no tiene más remedio. Porque de niño no quería ser Julio Cortázar, sino Ermindo Onega, el jugador de River. A Fontanarrosa le gustaba más el fútbol que escribir.
Y escribir fue una manera de jugar los partidos de infancia que nunca jugó. Los inventó, o los perfeccionó, para jugarlos él. Para vivirlos mejor. Fue uno de los primeros en sacar las historias maravillosas de las revistas deportivas (fundamentalmente El Gráfico) e intentar la versión literaria: del periodismo literario a la literatura. Lo hizo sin importar el ambiente, la dictadura de turno. Un día confesó que siempre tuvo el temor que podría sentir un debutante que pisa la cancha del Monumental. Lo marcó algo que le dijo su padre, su viejo, el que siempre le daba los consejos deportivos, que le dijo: el jugador responsable, siempre está nervioso, juegue un amistoso, o en el barrio.
Lo cierto es que marcó un camino para que muchos cruzaran. Porque después –y al lado– de Fontanarrosa, muchos escritores se dedicaron a buscar la orilla literaria del fútbol, la condición humana en torno a la pelota; el egoísta, el sacrificado, el torpe o el talentoso que está en un equipo. El trabajo de la literatura es recrearlos, poner la tinta que resalta esas vidas pocas veces notorias. Eso hizo Fontanarrosa. En el dibujo y en la narrativa, donde la lista de libros es larga y de muchos capítulos. Desde “Fontanarrisa” a Inodoro Pereira o Boggie. Desde el libro de cuentos “Los trenes matan a los autos” hasta tres novelas, entre ellas una de las primeras que se escribió en el continente íntegramente sobre fútbol: El área 18 (1982).
Y hasta cualquiera de sus cuentos. Como “19 de diciembre de 1971” (de 1987, en el libro “Nada del otro mundo”) que es donde cuenta el partido del gol magnífico de Poy y que puede ser –con la ingratitud de toda antología– una de las más bellas piezas del fútbol por escrito que existe: dolorido y sincero monólogo de un hincha antes del partido entre Central y Newell’s, en el torneo nacional de 1971. Fontanarrosa, que habría querido estar en el campo, y habría querido ser su vecino Poy, no jugó pero escribió la instantánea perfecta de ese ambiente irracional y supersticioso previo a un partido. El cuento, bien contado, que contaría un buen hincha. Y literatura. Porque en una historia real, que es el partido que ocurrió realmente, plantea juegos en el campo de la ficción –a ningún tipo, a ningún viejo Casale, lo secuestraron y lo llevaron– para lograr una representación de la realidad parlera, bullosa y deslenguada. Polifonía y pueblo como en el tango.
El 19 de julio de 2007, mucho más acá de la infancia feliz y del fútbol, Fontanarrosa murió de una dura enfermedad llamada esclerosis lateral amiotrófica. Llevaba cuatro años luchando contra un mal cuya principal consecuencia, en una extraña paradoja, fue ir paralizando poco a poco su cuerpo. Primero se llevó al veterano aficionado. Luego al maravilloso dibujante y finalmente al prolijo escritor. Los últimos días de su vida los pasó en una silla de ruedas. La caravana fúnebre que lo llevaba al cementerio hizo una parada de varios minutos frente al Gigante de Arroyito, el estadio de Rosario Central.