Uno de los asuntos de la nueva novela de Mario Vargas Llosa es distintivo del género telenovela: la empleada doméstica se casa con su patrón que es multimillonario. Y quizá no sea el único. Otros temas y conflictos podrían ser tierra fértil para libretistas de televisión: el hijo que extorsiona al padre, el anciano adúltero que mantiene a su amante más joven, el hombre al que le achacan un hijo que no es suyo, los dos hijos que quieren la muerte del padre para obtener la herencia. Se trata, al fin de cuentas, de un melodrama.
Y el libro abiertamente se reconoce como tal. En la página 285 dice que estos tiempos están más cerca de las telenovelas que de los clásicos de la literatura: “Dios mío, qué historias que teje la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstoi, sin duda”. Un culebrón donde, además, tienen entrada desde la crisis económica europea hasta el cantante canadiense Justin Biebier. Y el diablo (o una misteriosa presencia que se le parece). Y el arte. Y los museos. Y el lenguaje de Piura. Y los boleros.
Porque la literatura –la novela en concreto– por momentos es más un asunto del “cómo” que del “qué”. Y esas historias, que podrían estar a las 4 de la tarde en la televisión, están configuradas y relacionadas como un sistema narrativo que desembarca en otros terrenos, estos sí claramente de la literatura: la corrupción doméstica, la condición que pude surgir en el seno de los individuos y que los lleva en contra –incluso– de su familia. Y en ese entorno –entre amores, intrigas cotidianas, herencias, Goya o Tamara Lempicka–, surgen los héroes discretos; los desconocidos que van por ahí en luchas anónimas.
Lo que cuenta: el asunto que podría ser de telenovela, o de anécdota, o de chisme de barrio; y cómo lo cuenta: el entramado narrativo, el dispositivo libro, los hilos de tensión y puntos de giro, forjados por el que domina el oficio de contar por escrito. Con un contexto que parecen salir a flote. Porque no hay duda que la novela planteó un reto para el escritor: regresar al género tras el premio Nobel de Literatura (los novelistas que hacen arte sin las sombras del entorno: reconocimiento, fama, ventas, prestigio son tal vez sólo un asunto de la ficción). Y en ese posible ambiente, en esa certeza de que se está en la cima, la respuesta de Mario Vargas Llosa fue volver.
Regresar a sus propios libros. Entonces aparece la larga lista de personajes y novelas que están dentro de El héroe discreto. Y la estructura, el tono, los lugares (Piura y Lima). Y el artificio del novelista, el juego de la literatura. Hipotexto e hipertexto, dirían los académicos. Nostalgia, podría ser la palabra para los lectores a secas. Homenaje, sería el motivo del novelista. Vuelven Don Rigoberto, el sargento Lituma, Fonchito, Lucrecia. Regresan a una “vida” que había quedado en pausa en otros libros.
Por eso es un libro Vargas Llosa en todos los sentidos. De los hilos anecdóticos y los personajes que regresan a esa estructura asombrosa que teje los tiempos a fuerza de diálogos que van y vienen con magia. Como el primer Vargas Llosa, de La ciudad y los perros, que asombró con esa técnica que algunos llamaron “vasos comunicantes”: la voz como indicativo del tiempo de la narración, aquel gesto que un lector suyo subrayaría sin duda aunque la página no tuviera título o marca de procedencia. Su gran logro, más tangible que la medalla de Estocolmo, y la ambición de todo escritor: la voz propia.