El libro mítico y clásico sobre Bogotá se llama El Carnero, las crónicas, apuntes, ficciones y hasta chismes de la recién nacida Santa Fe y del Nuevo Reino de Granada, de Juan Rodríguez Freyle. Y existe un libro para entender al país, y a Bogotá, en los primeros años de su historia como República. Las Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, que abarcan acontecimientos desde 1819, día de la entrada de Bolívar a Bogotá, hasta el año de 1909, de José María Cordoves Moure.
Pero Bogotá no tiene un papel protagónico en la literatura hasta muchos años después, aunque fue la ciudad de José Asunción Silva, de los poetas Nuevos –encabezados por León de Greiff–, o del joven periodista Gabriel García Márquez. Se supone, incluso, que Jorge Isaacs vivió algunos años de su infancia en Bogotá y se sabe que José Eustasio Rivera fue alumno brillante de la Universidad Nacional.
Pero María va del Valle del Cauca a Londres sin detenerse en Bogotá. La vorágine es el descenso al hades selvático, y no a los infiernos urbanos. Y en Cien años de soledad Bogotá no aparece ni mencionada, aunque hay referencias al páramo, para explicar que quien acude a esas montañas vive intensas penurias.
En todo caso, en la primera mitad del siglo XX nace lo que puede llamarse la literatura de Bogotá. Hay ejemplos como José Antonio Osorio Lizarazo, que en Hombres sin presente logra un retrato de esa cotidianidad donde las migraciones ya empezaban a sembrar de pobreza. Y un libro fundamental para entender, desde la mirada femenina, el fenómeno del éxodo desde las provincias a Bogotá: Los dos tiempos, de Elisa Mujica.
Y hay una fecha clave en la literatura de Bogotá: el 9 de abril de 1948. Tras la tragedia y el desastre para algunos autores en las décadas posteriores se hizo inevitable poner a la ciudad en sus páginas. Osorio Lizarazo publicó El día del odio. La memorable escena, una corriente de conciencia, en el inicio de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Alba Lucía Ángel; o la imagen de la mujer trabajadora en la capital, con los trasfondos de esos rezagos de la violencia, en Bogotá de las nubes, también Elisa Mujica.
Y es la década de los setentas el momento para ver nacer grandes novelas de Bogotá. Dos, principalmente. Juego de damas, de R.H. Moreno Durán, donde la Universidad Nacional, los jóvenes que toman la decisión de empuñar las armas para buscar la revolución (y fracasar en ese intento), y el ambiente intelectual de ese momento es reflejado con maestría literaria. Plazoletas, calles y sitios emblemáticos del claustro universitario, cobran relevancia y significación.
Y Los parientes de Esther, de Luis Fayad, una obra fundamental sobre la ciudad, donde la vida de un hombre trabajador, sus problemas familiares y la realidad de una aristocracia decadente, están narrados con pulcritud y profundidad. Aparece, de manera inolvidable, la Bogotá del centro, los cafés, los buses, las oficinas.
A partir de ese momento Bogotá cobra una relevancia mucho más sólida en la literatura y de entre muchos casos se pueden recordar Sin remedio, de Antonio Caballero, con un inolvidable personaje, Escobar, el poeta a contracorriente de una sociedad del barrio Teusaquillo, con visitas del obispo en la sala de la casa. O Fiesta en Teusaquillo, de Helena Araujo, con otro retrato memorable de la aristocracia bogotana.
Las obras de ese momento son la sólida base para el boom de la literatura de Bogotá, en donde los ejemplos ya se hacen innumerables. Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, con una ciudad ficticia y real, con gatos en los tejados y buses que recorren los barrios del sur. Perder es cuestión de método, de Santiago Gamboa, con un la imagen canónica del periodista sabueso que se mueve y busca por entre la urbe. O La ciudad de los umbrales, de Mario Mendoza, con el viaje por entre ese infierno llamado la calle del cartucho.
Escritores como Germán Espinosa se inclinaron por la Bogotá histórica y la incluyeron en sus obras: La lluvia en el rastrojo, Los ojos del basilisco, y La tragedia de Belinda Elsner. O Hernán Estupiñán, con El nuevo reino, contada desde un convento en la Nueva Granada. Y muy recientemente, Ximénez, de Andrés Ospina para revivir a un personaje histórico de la Bogotá de inicios del XX, con su sociedad y su periodismo.
A veces es posible imaginar a Bogotá, como lo hizo Moreno Durán en Desnuda sobre mi cabra, donde aparece un gran puente colgante que comunica a Monserrate y Guadalupe. O es pertinente criticarla y reconstruirla, cuando el mismo escritor, en El caballero de la invicta, desmitifica aquello de la Atenas suramericana y tiende puentes sólidos con obras clásicas como El Carnero o el mismo Quijote de la mancha
O a veces Bogotá simplemente está de fondo, como en el diálogo intenso e increpador de Comedia romántica, de Ricardo Silva Romero; o como en las calles y billares de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, donde, por momentos nos parece, los personajes vuelven a los mismos cafés y las mismas calles contadas en los Parientes de Esther, en un afortunado guiño de la literatura y de la ciudad de tantas historias.