A veces llegan cartas abiertas

RESEÑA. Nueva novela de Juan Esteban Constaín

La novela que está en la vida de cada quien. La que palpita allí, tras la puerta del vecino, en la calle de al lado o al giro de la esquina. Lo sabía y lo había descubierto Karina Garabundo, la anciana argentina que se dedicó a robar cartas, y lo dijo el día que le confesó sus prácticas a Marcelino Quijano y Quadra; lo que le interesaba a ella era “asistir a los dramas de personas a las que ni siquiera conocía”. Lo que quería era encontrar aunque fuera en fragmentos la novela que es la vida de cada quien.

Pero que las vidas, incluso las de vecinos, son literatura que todavía no está contada no es sólo una revelación de Cartas abiertas, la novela de Juan Esteban Constaín, donde Karina y Marcelino son personajes. “Esta historia supera la ficción”, dice el lugar común que amamos los periodistas. Y que así funcionan los libros y las cosas es algo que se sabe. El problema es verlo: encontrar el libro en la rutina y la vida de cada día. El efecto “carta robada”, de Poe: las cosas están ahí pero ocurre que no podemos verlas.

Y ser novelista es un poco desarrollar la mirada para encontrar vidas que pueden ser contadas. Dominar una hechicería. El día de un hombre que salió a caminar por Dublín. El oficinista que un día dijo “preferiría no hacerlo”. El hombre llamado Juan Preciado que decidió volver a buscar a su padre. Cada novela sería un ejemplo. El caso es que Juan Esteban Constaín, que mira con esos ojos, encontró esas vidas que ya eran novelas y solo hacía falta contarlas. 

Y también ensamblarlas, hilarlas y ponerlas en orden como en un plano cartesiano. Convertirlas en literatura. Porque si cada hilo de Cartas abiertas se soltara desbocado sería algo así como un libro infinito. Pero a veces las novelas se hacen para contener la historia, para ser el dique del río. El novelista apenas abre una luz en la puerta para que se vean al fondo los universos posibles.

Que cada lector quede como en una obsesión de incertidumbres cuando se cierra el libro. De eso hablaban George Plimpton y Ernest Hemingway, en 1958, en aquella entrevista en The Paris Review, cuando el autor de El viejo y el mar dijo que la novela es sólo la punta del iceberg. 

Entonces cuando uno lee Cartas abiertas por momentos lo que quiere es irse a los tomos de las obras completas de Quijano y Quadra o su biografía de mil páginas –que ojalá exista–. O quiere ver todos los documentales y fotos que se hayan hecho –y que ojalá existan– de aquel disparate de finales de los ochenta, un tiempo de tanto terrorismo y muerte del narcotráfico en Colombia, cuando el 28 de mayo de 1988 un tren lleno de diplomáticos salió de Bogotá rumbo a Tunja. Fue una comparsa de muñecos gigantes y diplomáticos pasados de tragos para firmar la paz entre el Estado de Boyacá y Bélgica. Más de 121 años después de iniciada la guerra y aunque no se había disparado un solo cartucho.  

Decía un día Carlos Fuentes que los primeros realistas mágicos fueron los cronistas que se deslumbraron con las tortugas más grandes que las casas que encontraron en el Caribe. Y ese asombro de la realidad es lo que abre la puerta a la literatura. Pero solo la anécdota –una guerra inconclusa y pausada en el tiempo, un investigador que roba cartas– no es la novela. El arte de los escritores está en los ensamblajes, en lo que nos dicen y nos ocultan.

Cartas abiertas entonces se convierte en un recorrido de misterios y carcajadas por entre vidas tan literarias que parecen inverosímiles. La historia del gobernador del Estado de Boyacá, José Milagros Gutiérrez Fonseka, y sus amores contrariados con Josefina Harboot, cuyos dolores y despechos fueron el detonante del conflicto bélico internacional del siglo XIX y que sólo acabó con la comparsa del tren.

O el propio Marcelino Quijano y Quadra, tahúr invencible, intelectual de su tiempo, heredero de una fortuna, amigo de filósofos y escritores, hombre elegante y de inteligencia demoledora cuya causa es la de un Quijote de estos tiempos: enderezar entuertos a través de ficciones que cambian el pasado.

O el diplomático Guillermo Santaya, quien se obsesiona con el armisticio y luego con el viaje en tren entre Bogotá y Tunja, que incluyó –fotografía de esos y estos tiempos– un retén de la guerrilla al que mandaron a lidiar (cómo no) al diplomático ruso; quien organizó la fiesta de muñecos gigantes a los que llamaron los belgicanos en una cadena de hechos que parecen mentira de no ser porque están contados en la novela de Costantín y porque quedaron para siempre en recortes de periódico.

O el actor José Wegrzyn, un doble natural de Hitler que se dedicaba a engañar suplantando al Führer, aunque eso lo mantuviera siempre al borde del fusilamiento. Cada personaje un extenso libro, una tortuga más grande que una casa, aquí contenido. Hechicería que consiste en encontrar novelas en recortes de la historia y que ahora son un gran libro sobre la amistad, la vejez y las vidas que son literatura pero sólo necesitan que alguien las cuente.

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