Aquí la historia de Eduardo “Pantera” Valdez, boxeador en la década del ochenta. Algunos en su Barranquilla no saben muy bien cuál fue su suerte, pero vive en Miami, Estados Unidos, gracias a ese sagrado oficio de acceso universal: el rebusque.
Camina con eso que llaman tumbao. Apenas se siente visto se pone en guardia ante su sombra en el muro sin parar la marcha, en una serie sin fuerza y en medio de sonrisas: un jab, un uppercut; un jab, un uppercut. “Ey, Panterita”, le grita alguno desde la esquina y él sonríe más y apura el paso para saludar, sin dejar nunca la cadencia de brazos y pies: un jab, un uppercut; un jab, un uppercut. Mi hermano, soy Eduardo La Pantera Valdez. Es el barrio Alaphata, en Miami.
La Pantera –pantaloneta azul hasta la rodilla, camiseta blanca de felino furioso en el pecho, botines negros–, no para su round imaginario, demostración no pedida, para que se vea de una vez por todas y sin argumentos que sus golpes están intactos, que lo suyo es el boxeo pegado a la piel a pesar de los años, el exilio y el olvido. “¡Ey, Pantera, Colombia!”, le gritan otra vez pero ahora con claro acento cubano y él, emocionado y casi al borde de la carcajada, le agrega al repertorio golpes rectos que considera rápidos y más movimiento de piernas, al ritmo de las voces que ya son bullicio de ánimo y celebración por su presencia. Entonces, estrella de escenario precario, artista de público de esquina, ataca en serio a su sombra con todo su repertorio: recto, jab, uppercut.
Protagoniza una historia que escribe de tarde en tarde: la del boxeador retirado. Su jubilación de los golpes y los cuadriláteros la vive en este barrio donde un poco es leyenda, un poco es paisaje urbano. Casi todos lo conocen, pocos dejan de saludarlo cuando pasa. Casi todos están enterados de que tuvo un pasado de guantes y combates, pocos saben su historia con exactitud. “Hombre y amigo: es lo bueno que tiene él”, agrega el cubano al tiempo que lo señala con el índice. “Y que es feo”, bromea para cerrar. Valdez, que todavía se mueve como el que espera que su contrincante ataque, se señala el pecho con el dedo índice, en correspondencia a los elogios. Aceptó la invitación para hablar de sus días en este barrio, de las historias en las que termina inmerso. Los gritos de los amigos le salieron al paso y resultaron un buen prólogo. No interesa que en los libros de boxeo apenas exista su registro. No importa que su pasado no le haya dejado una herencia de vitrina con trofeos. No le afecta el hecho de que su mayor título, su mayor marca y triunfo, sea sobrevivir a pesar de todo.
En todo caso en el barrio hoy algunos decidieron aplaudir su presencia. Llegó a la zona hace unos quince años cargado de historias de combates, recto, jab, uppercut. Y aquí vive gracias a inesperados oficios como ayudar en mudanzas, cargar cajas, empujar carros, cambiar llantas, entregar razones, jurar en vano, consolar dolientes y cualquier tipo de encargo honrado que quieran hacerle. Vive de eso y, en parte, de que la gente en la calle, cuando olvida ignorarlo, lo señale y diga que ahí va el campeón. Nadie nunca le ha pedido la foto con el cinturón dorado, brillante y ancho. Y tampoco les importa verla; ni le piden el diploma, ni leen libros de historia del boxeo. Él es Pantera, Panterita, Colombia, El Champion. Y lo es por consenso y a fuerza de rutina. Su ring y sus asaltos son en las calles calientes de Alaphata, en esta esquina de fachada verde, marcada con el 3425, donde acaba de hacer su demostración de recto, jab, uppercut, que lo anima a no dejar dudas de que, mi hermano, soy Eduardo La Pantera Valdez.
Sin rastro del felino
Sus cejas pobladas de cicatrices dicen más de su pasado que cualquier libro de estadística en los cuadriláteros. Y es que son muy escasos los registros que den cuenta de la vida que llevó como boxeador. Por eso, fuera de Alaphata, apenas los atinados memoriosos tienen datos de su recorrido. El periodista Estewil Quesada es una de esas bibliotecas en vivo sobre el tema. Él recuerda que a La Pantera le perdió el rastro a mitad de los noventa. Quizá fue en 1995, año de su última pelea como profesional, en Hialeah, Florida, donde el 24 de febrero enfrentó a Juan Arroyo y perdió por nocaut en el tercer asalto. Valdez nació en Valledupar, una ciudad en el extremo nororiental del país, y creció en Barranquilla, una capital de calles parleras, proclive a los carnavales y de gente alegre. Allí encontró en el boxeo la mejor forma de vivir la vida. “Era un boxeador fogoso –recuerda Quesada–, le gustaba pelear en el cuerpo a cuerpo, en la zona candela”. El periodista lo conoció en 1978, casi un año antes del debut del felino en el ring, ante Pedro Galvis. “Era mesurado, dedicado a su profesión. Era tan disciplinado que a las 4 de la mañana estaba despierto y en muchas oportunidades, cuando salía al trote matinal, con su zancada nos dejaba regados a los jóvenes que también salíamos al correr. Fue a principios de los ochenta”.
En esos años, el trabajo de La Pantera, más que aspirar a grandes títulos, consistió en animar al público, en calentar el ambiente antes de que estuviera en escena alguien con más fama y seguidores. Fue por varias temporadas el escudero de Mario Miranda, un pluma colombiano que despertaba pasiones y que ganó casi todo lo que peleó. “Lo arropaba, llevándolo a las programaciones grandes, pero al mismo tiempo lo opacaba porque todas las luces se encendían sobre la figura de Mario Miranda, que era un ídolo en Barranquilla, y en Colombia, podríamos decir, porque en Cartagena metía 18 mil personas en la plaza de toros”. Valdez surgió en medio de esa idolatría prestada y desde allí busco tierras lejanas para escribir una historia propia. Cumplió siete combates como walter junior en su país, escalando por entre las categorías inferiores, antes de su primera salida internacional, a Panamá, en 1981, donde perdió contra Jorge Alvarado. Tres años después, logró concretar su primera pelea en Estados Unidos: contra David Brown, en New Jersey, y ganó por decisión. Fue una de las tres únicas victorias de Valdez en Norteamérica. Porque de ahí en adelante escribió su carrera discreta y poco brillante. Sus números completos en el rudo oficio son 32 combates, 11 victorias y 21 derrotas. Quesada lo define sin ambages: “Fue un buen boxeador. Pero no fue un ídolo”. Y es esa condición de ser y quedar en el camino la que nadie juzga en las calles de Alaphata. Aquí, si se trata de hablar de La Pantera, se corre el riesgo de que se arme un bullicio de barrio y esquina, y de que el hombre se enganche con su sombra para mostrar la técnica. Pero no más que eso. Ahora mismo, el de claro acento cubano se marchó sin mayor lío. La Pantera entiende su ausencia como un indicio de que llegó el momento de ir al gimnasio para hablar de su pasado.
Todavía aguanto… todavía
La ruta hasta el cuadrilátero del barrio se hace larga por cuenta de varias escenas que empiezan a ocurrir como si todo fuera el ensayo general de un homenaje. Un Dodge Challenger blanco para en la mitad de la calle. Lo conduce un cubano de acento intacto –camisa de lino blanca, gorra de paño, lentes redondos–, que se entusiasma con el tropel de extraños y baja la ventanilla, “¿qué canal es ese, mi hermano?” Cuando descubre que la atención gira en torno a La Pantera, comprende con velocidad de púgil su parte en el libreto: “Este es un legendario”, suelta y le lanza una mirada al boxeador que, recostado en el techo del deportivo, sonríe en silencio. “Este fue campeón…”, dice e interrumpe la frase por algunos segundos largos, duda. “Este fue campeón… unas, tres veces, ¿no?.. Como no. Yo fui uno de los fanáticos de él. Y estoy muy orgulloso”. Luego dice tres o cuatro veces “muchas gracias, muchas gracias”, y deja a su paso el bramido contenido del motor. Apenas unos metros después, una gorda vendedora de frutas –delantal rojo, gorra de los Yankees de Nueva York con la visera recta, humanidad descomunal–, habla con dejo de sabia de la calle y, sin determinar a nadie, atenta a su oficio de empacar paquetes de papaya y mango, suelta esta frase: “Una figura perdida: Edualdo “Panterita” Vardez… ¿Ese señol?.. Él tiene 30 años en este pedazo”.
Este pedazo es uno de los barrios que llaman fortín hispano en Miami. Sus habitantes son en mayoría cubanos y dominicanos, gente humilde, ajena a la frivolidad y glamur da esta ciudad. La Pantera camina con eso que llaman tumbao, tranquilo, contento de que lo saluden, ahora, del otro lado de la vidrieras de la peluquería Kuky Estilo’s, a donde se anima a entrar. Y otra vez las voces, en todos los acentos posibles de Latinoamérica, que cuentan la misma historia: el champion, querido en el barrio, fue de los buenos, el maestro ahí, la reliquia, cómo está la cosa, Panterita. No es fácil llegar al gimnasio. La siguiente parada es en una gomería, que es como llaman aquí a los almacenes de compra y venta de llantas. Valdez entra como encantado porque oye una canción de vallenato, la música típica de su país a base de acordeón. Canta un hombre llamado Rafael Orozco, quien murió asesinado hace vario lustros, y es extraño el cuadro: el rudo felino abrazando a sus amigos mientras el verso dice “yo siento que te he querido y te quiero más, es algo que necesito para vivir”. Alguno explica que este negocio es de un cartagenero, amigo del ex boxeador y muy dado al gesto maravilloso de darle trabajo.
No es fácil llegar al gimnasio pero al fin la bodega de muros amarillos, con portón de metal, se hace visible a mitad de una cuadra. Un escritorio donde no se sienta nadie y un saco medio torcido y quedo son el cuadro de bienvenida. Del techo, una estructura de metal pintada de blanco, algunas banderas sucias –entre ellas la de Colombia colgada al revés– sirven de decoración. En silencio, como en gesto místico, La Pantera inicia una serie de golpes a puño limpio en la tula negra y remendada. Lo aborda Franklin, un boricua joven de saludos efusivos. Es un amigo de Valdez, con el que comparte apartamento, trabajos de paso y días de sol en Miami. Hoy, Franklin hará de sparring. Por eso ya le ayuda con el cambio de camiseta y le amarra con vigor lo guantes rojos. Con todo listo, La Pantera vuelve al saco y, felino cansado, calienta con varias series: recto, jab, uppercut. Se atreve a mover la cintura, se agacha, deja que la pesada masa la roce la espalda, recto, jab, uppercut. Mueve con presteza los socios botines negros, dibuja despacio una bicicleta, se para bien, guardia arriba, buena técnica, recto, jab, uppercut. Franklin lo anima a voces y al fin el sudoroso y acezante negro sube al cuadrilátero. Inicia lo que los boxeadores llaman una rutina de guanteo: golpes del pugilista a las palmas del sparring, recto, jab, uppercut. La Pantera saca los restos, Franklin se tambalea en medio de risas, recto, jab, uppercut. Han pasado 6 minutos. El pegador exhausto para.
– ¿Muy cansando, Pantera?
– Pero todavía aguanto… todavía.
– Hablemos de las peleas que has tenido, pero fuera del ring…
– A mí no me gustan mucho las peleas callejeras. Pero la última fue con un muchacho que se llama Pasola. Me estaba molestando mucho, me hizo enojar, le di un gancho de izquierda… y cayó. –Mientras habla, Franklin le procura aire moviendo la camiseta como un gran abanico. El felino se balancea recostado en las sogas del ring, en su hábitat.
– Y dicen que le pegaste a un tipo ahí por la 17.
– Eso fue al “Gato”. Se puso celoso, pensaba que yo le iba a quitar la mujer. Le di un gancho de izquierda y un recto de derecha. –hace una pausa, y lanza los golpes al aire, la boca apretada–. Cayó y casi lo manda un carro.
– ¿Por esas peleas te puede llevar la policía?
– Sí, he estado preso muchas veces por eso. Una vez vi en la 36 a uno que me partió un brazo. Lo vi en un teléfono y le metí una trompada. En eso pasaba un carro de la policía. A mí me llevaron preso y a él pa’l hospital. Estuve siete días porque la pelea callejera no la castigan, y entonces salí tranquilamente.
Interrumpe su historia para desocupar de un sorbo una botella de agua. Franklin, escudero dedicado, le recibe el frasco vacío y se lo cambia por uno lleno. En este gimnasio lo conocen porque, hace varios años, apenas colgó los guantes, fue instructor de aprendices. Ya recuperó un poco el aliento. Cree necesaria una frase que espante cualquier duda.
– A pesar de que no tengo entrenamiento, me siento cómodo. Todavía aguanto… todavía.
– ¿Y todo esto no te da nostalgia?
– Sí… Por eso es que yo, a veces, no vengo por aquí… A veces me dan ganas de venir a entrenar… Pero… ¿tú me entiendes?
La experiencia le permite este quite al golpe bajo de la nostalgia. Dice la última frase sin cambiar su tono Caribe, sin que el gesto seco de su humanidad se modifique. Mantiene la guardia arriba y cambia de tema con velocidad. Yo fui sparring de “Mano de Piedra” Durán. Suelta el dato sin sobre salto y luego enristra otro embate. Yo estaba bien preparado cando eso, y en un entrenamiento le tiré dos jab a la cara, él trato de responderme, le tiré un uppercut, y lo corté aquí. Entonces, recorre su mentón, de forma transversal, con la punta del índice. En ese instante, si fuera en la vida como en el cine, sonaría al fondo una canción, quizá empezaría el piano de la orquesta de Ray Barreto. “Caballero: ahí acaba de entrar Watusi”. Retumban las teclas y la voz ronca que narra detalles. Después yo estaba asustado, porque pensé que “Mano de piedra” no iba a ir a la pelea. Y a mí me tenían que dar un dinero de ese entrenamiento. “A correr que ahí llegó Watusi”. Todo el mundo estaba contra mí, en el campo de entrenamiento me miraban todos y me decían mira maldito, si no va a la pelea te vamos a matar, maldito colombiano. Porque todos iban a cobrar. “¿Nos fajamos, Watusi?, ¿qué es lo que pasa aquí?”. No joda. Pero gracias a dios “Mano de piedra” se recuperó de esa herida y fue a la pelea.
Aclara que el episodio ocurrió antes de la última pelea entre Roberto Durán y Sugar Ray Leonard, en Las Vegas. Los registros indican que, efectivamente, el último combate entre estos dos boxeadores fue en esa ciudad de Estados Unidos, el 7 de diciembre de 1989, en el Mirage Hotel & Casino: un encuentro a doce asaltos que el panameño perdió por decisión. Estewil Quesada cree que el episodio que relata La Pantera ocurrió, y, quizá, no fue público por los códigos que se manejan en los entrenamientos entre sparring y boxeador. “Una cortada así es normal en un deporte de contacto”. La Pantera callada, que sólo sonreía ante los vecinos, es ahora un libro de historias veraces sin punto a parte, “¿qué es lo que pasa, Watusi?”. La pelea más dura de mi vida fue contra Terrence Alli. Se refiere a un combate del cuatro de octubre de 1985, en New Jersey, a diez asaltos: Valdez terminó derrotado en medio de una despiadada lucha cuerpo a cuerpo, una larga prueba de resistencia, interminable tortura puñetazos, “¿qué es lo que pasa Watusi, dime?”. Y pasa a otro recuerdo, la pelea con René Arredondo, el 20 de noviembre de 1985, en Los Ángeles, “cuando quieras nos fajamos, Watusi”. Ese día, Valdez cayó a la lona en el segundo asalto y no se pudo levantar antes del conteo. Y cuando me paré del suelo no me dejaron seguir peleando “Caballero: ¿nadie se va a parar con Watusi?”. Entonces le mostré los testículos a la gente, demostrándoles que yo soy un varón. Y luego no me iban a pagar la bolsa por eso, “Watusi, a correr”. Yo les quise decir que soy un varón… ¿usted me entiende? “No le tengan miedo a Watusi, muchachos”.
La tienda de Mariano
Hace notar que para él ya estuvo bien aquello de recto, jab, uppercut, y propone una cerveza, aquí mismo, en Quisqueya bella, la tienda de la esquina. Camina con eso que llaman tumbao. La campanita de la puerta que anuncia nuevos visitantes es el preludio de una nueva gritería latina. “¡Colombia, mi socio!”, le saluda Mariano, un dominicano de modales finos –camisa verde, lentes cuadrados, sandalias de cuero–, que lidera el negocio. Por los pasillos camina una pequeña niña –casi desnuda, tetero en la boca–, que mira sin temor y con ojos inmensos a La Pantera. La bodega es una mezcla de restaurante, surtidor de enlatados y depósito de materiales. Valdez insiste en que aquí venden la Heineken más fría de todo Miami. Entra como felino por su casa, camina por un pasillo de estantes medio vacíos de artículos de aseo y llega, al fondo, a un enfriador grande y blanco que parece de oficios forenses. Las botellas escarchadas y en medio de vapores parecen de aviso publicitario. El ritual se sella con el boxeador y sus contertulios sentados en corro.
– ¿A veces no despiertas con ganas de coger un avión y volver a Colombia?
– Sí, sí. Me gustaría pero… Por eso compro el loto todos los días, a ver si me lo gano. Yo no puedo llegar allá sin nada. El día que Dios quiera y me dé la Loto, me voy pa’ allá.
Y otra vez el quite a una nueva trampa de la nostalgia, se libra del todo con el relato de que a su familia la llama de cuando en cuando. Hablo con ellos, me dicen ay, papi, cuándo regresas –punto en el que finge una voz chillona, y luego continúa– Pero yo no quiero regresar sin nada.
Mariano aparece en la escena, “el famoso Pantera”, dice para entrar al ring y gana un sitio en la charla. Le interesa dejar claro que a su pupilo en el barrio todo el mundo lo aprecia, quiere y protege. Conmovido, le sale esta frase: “es un talento que está como en la penumbra”. Luego habla de los días en que Valdez fue profesor de boxeo en el gimnasio, de las veces que ha sido un profesional consagrado que rechaza peleas y pleitos, y busca más por entre su lenguaje natural para confesar algo más: “bueno, en un momento dado lo han tocado con limón y se ve que la técnica existe. Que está”. Y sin parar, sin darle tiempo al de la otra esquina que oye en silencio, revela la carta que lo obligó a sentarse en la mesa: “Yo le he adoptado prácticamente como un hijo. A veces él me dice: tú eres mi Pai”. Son demasiados embates de la nostalgia para esta recia Pantera. Por eso, un poco como respuesta, se limita a contar que aquí, en esta tienda de Marianito, ha llegado el mismo Edgar Rentería, pelotero de las Grandes Ligas, amigo mío. Aquí, en la tienda de Marianito. El hombre parece listo para soltar un nuevo monólogo. Pero ahora interrumpe una voz al fondo: Mariano es requerido para que revise algún detalle del aparato asador de pollo. “No se vayan sin probarlo, el de aquí es el mejor pollo de todo Miami”, y se va dejando la posta para el felino, a quien conmina, “Panterita, cuenta lo de la noche en el restaurante”. El otro acepta con una sonrisa maliciosa y sincera.
Se trata de una de las vivencias más conocidas de La Pantera en Alaphata. Una vez yo entré al restaurante de la esquina de la 36 y la 17. Llegó cargando el lastre de muchas cervezas, la cabeza embotada, la boca pastosa. Me senté y tomé un rato más, luego me fui para el baño, a hacer una necesidad. Allí, quizá, revisó en el espejo el aspecto bonachón y feliz del hombre que lo miraba; quizá recordó alguna calle polvorienta y lejana del barrio Abajo, de Barranquilla; quizá pensó en los rectos certeros y efectivos de la vida, en los dólares que dejó de ganar en la pela de Hialeah, cuando se empeñó en volver aunque ya llevaba cinco años de retiro, en las llantas que debe cambiar para las cervezas que tomará mañana; quizá añoró el regreso y cayó en la cuenta de que ese día no había comprado el loto; quizá pensó; quizá no. Lo cierto fue que se quedó dormido. Y cuando me desperté no había nadie, me trancaron la puerta y nadie había revisado los baños. Su panorama era complejo y sencillo: encerrado en un restaurante porque se quedó dormido en el baño. Entonces, como el que analiza el mejor camino en el fragor del combate, simplemente no luchó contra las circunstancias. Comencé a destapar cerveza: tra, tra, tra. Cliente y tendero. Buenas noches señor Pantera, qué va a tomar usted. Una Heineken bien helada para mí está bien. Tra, tra, tra. Pero, por favor, sírvase algo más, tenemos una completa carta a su disposición. Entonces me puse un delantal y cociné unos camarones. Y luego de los suculentos mariscos siempre cae bien una cerveza, una de esas Heineken bien fría, tra, tra, tra. Y me quedé dormido ora vez, pero busqué una camita atrás, una que utiliza para descansar la hija del dueño. Y así estuvo el resto de la noche, en un plácido y maravilloso sueño. Al otro día entró la muchacha y cuando me vio pegó un grito: ay, papi, ahí hay un negro metido. El tendero se acercó rápido y cuando vio la figura descomunal entendió lo que pasaba: ese es Colombia; ustedes lo dejaron ahí, yo me acuerdo que él había entrado al baño. Seguramente, en ese instante, La Pantera se convirtió en la versión suya que puede guardar inquebrantable silencio. El dueño del negocio se quedo mirando y me preguntó: ¿cuántas te tomaste? Él, a manera de respuesta, sólo le señaló el mesón con las botellas vacías. Y me dijo, vete; vete desgraciado.
Y cierra su historia con una carcajada profusa, entrecortada y ronca. La mesa empieza a llenarse de botellas vacías y los ojos del felino, aunque lo haya evitado una y muchas veces más, se cargan de un sopor pesado: la nostalgia. Si fuera en la vida como en el cine, sonaría ahora la voz de Rubén Blades con aquello de “Maestra vida, Camará, te da y te quita, y te quita y te da”. Yo viví un tiempo largo en el hotel Carrillón, por Collins Avenue, y ya se fue acabando el dinero, se fue acabando la vida, ¿usted me entiende? No habla en tono resentido, de añoranza; lo suyo es empeño por mostrar el contraste entre los días que vivió y los que vive ahora; la nostalgia, al fin, lo alcanzó de frente, recto, jab, uppercut. “Maestra vida, de injusticias y justicias, de bondades y malicias”. En el boxeo cuando tú peleas ganas tu dinero, y ya; y tienes el dinero sólo si tú peleas. Y alrededor hay muchas personas: el manager, el entrenador, el que te lleva al maletín, y todo sale del boxeador, entonces todo se va. Al fin parece haber caído en la lona de los recuerdos, parece entregarse al conteo de esta realidad de exilio y nostalgia. “Maestra vida, que seguro no perdona, voy buscando entre tus horas, el espejo de los tiempos”. Recto, jab, uppercut, conteo, final por nocaut. Pero quizá en otro momento. Mi hermano, soy La Pantera. Y eso quiere decir que sabe pararse en el estertor de la cuenta, en el segundo preciso. Así lo hace. La brillante sonrisa demuestra que la nostalgia volvió a seguir de largo. Yo me las arreglo como pueda, ¿usted me entiende? Lo dice para confirmar que no es un día de pesares. Entonces, suelta la frase clara y transparente que encierra su secreto de vida en estos últimos años: si no hay, no hay… pero yo la cojo suave.
*con datos de Mario Castillo