La metáfora sería la del hierro que abre la carne y la expone. Una madre decide contar el suicidio de su hijo. Así de indecible, de innombrable. La mujer nos habla con dolor contenido del muchacho, un joven artista, con el futuro a sus pies, candidato a Maestría en Columbia University. Del drama y la tragedia de su doble vida: la de apariencia perfecta y la de sufrimiento íntimo y secreto por cuenta del infierno de la locura. Entonces, un día, el hijo amado es llevado por la enfermedad al vacío desde la azotea del edifico donde vive en Manhattan; contra el asfalto de Nueva York –la mítica Nueva York en materia de arte y artistas–. La madre que está en carne viva se llama Piedad Bonnett. Todo sorprende en este libro. ¿Por qué abordar un tema íntimo, doloroso hasta el infinito?, ¿para qué hacer literatura con un asunto tan extremadamente personal? La sola idea plantea un arriesgado ejercicio narrativo del que fácilmente no se sale bien librado. La escritora sabe que su apuesta implica estos y otros interrogantes aún más profundos. A la altura de la página 126 entrega esta explicación: “Porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras. Porque aunque envidio a los que pueden hacer literatura con dramas ajenos, yo solo puedo alimentarme de mis propias entrañas. Pero sobre todo porque, como escribe Millás, ‘La escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas’”.
Bonnett tiene a su favor el arte de la literatura. El buen arte que ella cultiva y conoce. Pero resulta que el libro no se queda sólo en anécdotas y dolores que podemos resumir en una o dos frases –y que aquí, porque eso no es lo que importa, están solucionados en las primeras páginas: la increíble escena cuando los padres llegan al apartamento del hijo que acaba de quitarse la vida, para recoger sus cosas–. Supera cualquier acceso de sensiblería, lirismo fácil o lugar común. Lo supera, aunque nada más lícito ante la muerte y el duelo.
Y, alejada de todo eso, la narradora-escritora-protagonista convierte su drama en una obra sobre la canónica ruta humana de la huida (¿liberación?), tantas veces abordada por artistas para ser narrada o protagonizada. Entonces, Lo que no tiene nombre, es una reflexión sobre el arte y la locura. La enfermedad de Daniel, el protagonista, y la relación con su búsqueda creativa, en medio de su más frágil condición de enfermo (el artista humanizado). Pero, además, el ejercicio narrativo de la madre que pierde a su hijo: la escritora ante el luto, y el intenso dolor, y su proceso de hacer de eso arte (otra vez, el artista humanizado).
Un debate que sería suficiente. Pero no lo es para Piedad Bonnett. A medida que se avanza en la lectura se desciende por entre una manigua de preguntas incómodas. El dedo empieza a presionar en esas llagas y cicatrices que nos duelen y nos cuestan mucho como sociedad. El suicidio, ocultado con celo por algunas de las familias que lo padecen. El sistema de salud colombiano, que nos condena en horarios exactos y citas restringidas sin preguntar cuál es nuestra enfermedad y qué requiere exactamente. La industria farmacéutica, que nos vende sustancias a pesar de que pueda existir un mar de dudas sobre sus efectos secundarios en materia siquiátrica. Los siquiatras, que los hay de los que bostezan en la consulta, y de los que diagnostican ligero y dicen, eso es normal, él sólo está manipulando a la familia, aunque en las entrañas de la psiquis de nuestro ser amado –de nuestro hijo– esté avanzando sin remedio un destino negro.
Hundirse en esos vericuetos de dudas, pasar por ahí para dejar la alarma. Y hacerlo a pesar del duelo de una familia, que no tuvo más remedio que cremar y esparcir las cenizas de su hijo y hermano en un árbol de Manhattan, es un gesto de generosidad que No tiene nombre.