La luz difícil, novela de Tomás González

Varios caminos para llegar a ese estado –escalón– de lo que llaman inolvidable. Quizá el más notorio la potencia de la historia: un joven, víctima de un grave accidente de tránsito, atrapado en sufrimientos físicos terribles, decide morir y tiene el apoyo de su familia. Emprende entonces un viaje que es –al tiempo– descenso al infierno de sus padres, hermanos y amigos; y ascenso al paraíso para él, pues es ruta de escape al dolor. Contado sin sobresaltos. En un tono medido y exacto. Sin cuadros patéticos ni excesos. Tomás González sabe que con la fuerza de la historia basta. Y es donde radica la importancia de la novela que está detrás de la novela. “Una novela es la punta de un iceberg”, decía Hemingway. Y este casquete que tenemos a la vista es vidas, dolores, casualidades, taxistas, cruces de calle, parálisis y desgracias que vemos, conocemos oímos y tememos. Pero contado sin sobresaltos. Como en un pasaje –unas cuantas fotos– de unas vidas que no necesitamos conocer por completo para saber que van y vienen por entre la felicidad sencilla y la tragedia posible. Es la novela del infierno de los individuos. La continuación de la historia que nunca el periódico desarrolla, que se queda en el pie de foto o la breve de accidente y esquina; joven herido y parálisis.

Pero la cotidianidad cercana y en apariencia fácil tiene contrapeso de equilibrio: David, el artista. Ese personaje resulta definitivo pues nada más complejo para un creador que la construcción de otro creador: el artificio de representar estética, profundidad, arte (complicada cinta de Moebius: manifestación estética sobre la estética; arte sobre el arte). Construir individuos de ese tipo ubica a los creadores en una barrera endeble y gris que los separa del pastiche y el lugar común. Tomás González toma el riesgo con el pintor y escritor de su historia –es quien escribe, en últimas, el libro que tenemos en la mano–. Lo hace manteniendo su estilo de cuidado extremo y confección palabra a palabra. Lo hace con lo que a pesar de etiquetas, formatos, tapas y editoriales no siempre se logra: literatura. En ese sentido el resultado –además del duro cuadro de dolor– es también un bello manifiesto sobre luz, arte, música y ejercicio de creación. El hijo al fin se libera de la tortura física del destino cuando su padre el pintor puede darle el toque que busca a las espumas de Manhattan.

Contado sin sobresaltos, en formato de novela corta (o lo llamada nouvelle), suficiente en todo caso para desdoblarse y explotar por entre nostalgias de viejo y artista o contradicciones de eutanasia. “La materia prima de las novelas es el tiempo”, dijo Tomás González y en La luz difícil hay un ejemplo detallado de esa sentencia. La novela está montada en dos tiempos. Hoy: una hacienda en el municipio de La Mesa donde David escribe la novela y recuerda el triste proceso que llevo a su hijo al viaje de la muerte digna. Ayer: proceso detallado –a veces segundo a segundo–, dolor, claustrofobia, espera, noche y resignación. Y la literatura –aquello que llaman lo inolvidable– para que los tiempos sean paralelas que se encuentran, para deslizarse en senderos donde regresamos y vamos sin darnos cuenta. De la calidez del aire en La Mesa, a los murmullos de las putas en Nueva York. De la refrescante piscina en Girardot, al frío de una camilla donde el agónico está dispuesto a ganar –¿a perder? – la batalla.

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