Celia Cruz, toda la vida Carnaval

De todas las Celia posibles habrá quien elija la mulata delgada de voz inverosímil que se movía al ritmo de la guajira Guantanamera. Alguien más la ubicará con el pelo eléctrico y sus túnicas de colores vivos al lado de Tito Puente. Preferirá verla, quizá, salsera y bailarina al lado de Johnny Pacheco o Willie Colón. Y puede que una mayoría la recuerde simplemente en medio de pelucas de fantasía y de aquella máxima que es como decir un lugar común en castellano: “La vida es un carnaval”. Estoy en la orilla cautiva por sus inicios con la Sonora y por aquellos años junto al Rey del timbal. “Yo sí soy guarachera consciente / y este rico ambiente / me pone a inspirar”. La canción se llama “La guarachera”, del álbum Cuba y Puerto Rico son, y es un ejemplo de que aquello que nació un poco en Cuba, y otro poco en Nueva York, no necesita rótulos ni nombres (salsa, guaracha, pachanga) siempre y cuando tenga ese intangible que algunos han convenido en llamar sabor. Celia lo tenía en su voz y en su cadera. Y la lista de ejemplos sería interminable. Sabor que la llevó a triunfar sin duda cuando terminó, al lado de Pacheco, como protagonista del exitoso fenómeno conocido como música salsa. Sabor inherente cuando, ya lejos de grandes orquestas, se dedicó a hacer una carrera donde las buenas canciones se colaban por entre la vistosidad del video clip y la necesidad del mercado (por ejemplo, el cover de “I will survive”, del disco Siempre viviré, año 2000). Sabor que conversó intacto aquella noche, vestida de perla brillante, cuando ya invadida por el cáncer recibió un homenaje de los zares de la música en Miami. Cada julio hay que recordarla con sabor. Hay que poner la versión de “Encantado de la vida”, que canta al lado de Cheo Feliciano, y luego dejar que suene “Pa´ la paloma” o “Caramelo” para bailar un poco.


Fragmento del libro

Las hijas de Ramón Alfonso, soldado del ejército revolucionario que luchó en la independencia, estaban en ese funeral. Ana lloraba a su hija. Catalina sostenía por debajo la barriga de su segundo embarazo; su primera hija, Dolores, tendría una hermana. La niña de Ana había muerto antes de cumplir un año por una enfermedad que no le dio tiempo a nadie. Alguna vecina del solar le había dicho “Ana, chica, esa niña murió muy pequeña, tienes que marcarla porque de pronto regresa a la tierra”. Entre creer y no, Ana decidió que no viviría con dudas y antes del entierro le partió los dedos meñiques de las manos con un toquecito suave, imperceptible.

Catalina se había casado con Simón Cruz, un fogonero de los ferrocarriles. Meses después de la triste partida de la sobrina, recibió en su casa una niña que llegó al mundo con un estrépito de garganta agudo y premonitorio. Fue el 21 de octubre de 1925. La llamaron Celia Caridad y empezó a crecer entre los ojos avizores de todos sus familiares: temían una historia idéntica a la de su prima. Tantos cuidados no pudieron evitar una enfermedad grave cuando tenía nueve meses.

Los amigos de la familia, en la calle Flórez, entre San Bernardino y Zapotes, del barrio Santos Suárez, se reunieron varias noches para velar la despedida de Celia Caridad. Todo estaba preparado en el solar para otro funeral de una recién nacida cuando, una noche, la pequeña enferma despertó del sopor de las fiebres con un alto de voz que dejó atónito a todo el barrio. Se había recuperado y parecía que ahora lloraba más fuerte que antes. No había cumplido un año y su voz no pasaba inadvertida. Cada vez que lanzaba un grito de ese calibre, interrumpía a su mamá en los y oficios de la casa y ella le decía con voz suave “Ay, Celia, no cantes”.

Pronto llegaron más hermanos. Con el nacimiento de Bárbaro y Gladys la casa de los Cruz se llenó de correrías, juegos y niños que poco querían dormir. Celia todavía era una niña pero ya tenía edad para darle una mano a su mamá que no paraba de atender la casa. Su oficio era sencillo: arrullar a sus hermanos pequeños a la hora de la siesta. Lo hacía con rondas o entonando alguno de los sones que se oían en la radio. A veces, sin notarlo, terminaba en un concierto doméstico de improvisaciones sentidas. Los que pasaban por ahí solían quedarse oyendo y mirando desde el umbral de la puerta. ¿Quién canta?, empezaron a preguntarse algunos En Santos Suárez. Con los años, esos dos o tres que se quedaron viendo y los cuatro o cinco que se interesaron, se multiplicaría por miles. El canto ya era parte de su vida. El ambiente de la barriada había causado ese efecto.

Esa Habana era, como decía Alejo Carpentier, bulliciosa y parlera. Había pregones en cualquier esquina y en las aceras nunca faltaba algún dulcero anunciado por campanas. Había carros de frutas, decorados con palmeras como procesión en Domingo de Ramos, y “vendedores de cuanta cosa pudieran hallar los hombres”. Lo de bulliciosa y parlera era, también, por la música que salía al paso en cualquier recodo de camino. Allí se oía son, aquella idea maravillosa que alguien tuvo en la región oriental juntando la guitarra y el tres.

Los instrumentos acompañantes –responsables de los sonidos graves–, como las maracas, el bongó, la marímbula y la botijuela vinieron después. Para la década del veinte, el son era el ritmo de moda. En La Habana había sextetos, de toda estirpe y calidad, que se convertían en septetos solamente al agregar una trompeta. En contrapeso a estos formatos surgieron los tríos. Para 1925 el más consagrado era el Trío Matamoros, de Santiago. Pero un par de años después, lo igualó en popularidad el Septeto Nacional de La Habana, creado en 1927. Esas dos agrupaciones crearon un estilo sonero definido que sería la principal influencia para los grupos de los treinta y cuarenta.

El bajo encordado había reemplazado definitivamente a la marímbula y la botijuela. A finales del treinta, a partir de los septetos, surgió un nuevo formato de orquesta conocido como conjunto. Allí se reemplazó la guitarra por el piano y se agregaron dos o tres trompetas. Los conjuntos empezaron a mezclar el son con una expresión del siglo anterior: el danzón. Así surgió un nuevo estilo musical que llenaría los salones y pistas de baile y detonaría un amplio repertorio los ritmos. Hubo otras fusiones definitivas. Orestes López, contrabajista y pianista, compuso un danzón en 1938, para la orquesta de Antonio Arcaño: Arcaño y sus Maravillas, llamado mambo. En la década del cuarenta, José Jorrín, flautista y violinista, creo el chachachá. Y Benny Moré fue el precursor en aquel gesto de agrupar el son con las orquestas de jazz.