Acaban de decir en la radio que no más con eso subvalorar el fútbol de Estados Unidos, que en este momento se le para de “tú a tú” –así se dice cuando se habla en la radio–, a la prometedora Inglaterra, qué combo y qué nómina. El comentario lo lanzó Juan Felipe Cadavid, desde el estadio Al Bayt, justo cuando agarré la oreja de la calle 26 para quedar en la carrera 50 al norte. La ciudad ya está con el tráfico inviable de fin de año. Entonces tuve unos minutos para pensar en aquello del fútbol de Estados Unidos como el cementerio de gigantes. Pelé y El Pibe Valderrama, claro. Más acá, Pirlo y Schweinsteiger, el futbolista con un apellido que jamás un periodista pudo pronunciar en castellano. Es raro que un país que es potencia en todo no se haya decidido de una vez por todas a ganar el mundial de fútbol. Pero este equipo de 2022 ya se ve distinto, fútbol muy parejo, como el que acaba de mostrar, ante uno de los grandes de Europa, en un partidazo, un clásico apretado en los mundiales que Inglaterra rara vez puede ganar, explicó el comentarista desde Catar, mientras en Bogotá los taxistas oyen música parrandera de diciembre que se cuela de carro en carro en el trancón. Ceros, al final. Sin goles aunque es un fútbol de vértigo y valentía, ir y avanzar sin miedo. Después los expertos analizan y explican lo de la salida por las puntas, los relevos y todo eso que suena científico. Yo creo que el fútbol es fácil de entender y siempre se me ha dificultado seguir los complicados diagramas que algunos periodistas inventan. Son felices trazando planos cartesianos que le sirven no tanto como para explicar el partido sino para mostrar que saben mucho. Si Woody Allen hiciera una película de eso pondría a eso analistas de fútbol a discutir en un tablero con el técnico al que están criticando, a ver, usted por qué dice eso, no invente, como el día que en una película se encuentran en una fila a McLuhan y le piden explicaciones. Aunque el periodismo deportivo en Colombia cada vez más avanza en un relevo generacional quizá nunca se acaben los del tablero y la prepotencia. Algunos jóvenes son felices mostrando que reciben esa posta de lugares comunes, palabras como “revulsivo” (ahora, todo es revulsivo, que suena a medicamento que formulan en la cita prioritaria y luego hay que ir a comprar a la droguería). Pero por suerte también hay otra oferta en las radios y los canales de televisión. A mí me gusta la tranquilidad sencilla y con conocimiento de causa de Cadavid. También me gusta oír mujeres con ideas claras, sin pretensiones de más y listas a mostrar que aquello sencillo que pasa en la cancha en realidad lo es, sin poses ni artificios. Hace años era impensado que una mujer comentara el fútbol lo que, si se piensa un poco, explica el periodismo y la sociedad de cuerpo completo. Es difícil hacer diagnósticos finales en estas líneas breves. Lean el libro “En el filo de la navaja”, de Yolanda Ruiz que, además de explicar cómo son las cotidianidades de las redacciones de noticias –con sus inmensos desafíos cada minuto–, revela uno de los rasgos predominantes del periodismo: la incapacidad de mirarse al espejo y analizarse, porque –como en cualquier profesión– hay buenos, regulares, impostores, advenedizos y hasta delincuentes. Pero no, no vamos a hablar de periodismo, fútbol y la época de los carteles de la droga. De eso también hay un par de libros publicados.
Decía que en tiempos de todos conectados y redes y selfies e información a la mano es un milagro –o al menos una revelación, un síntoma– que algunos sigamos pegados a la radio para oír el mundial de fútbol. Como ocurrió en 1930. Y después en 1970 o en 1990. Fútbol en la radio, como desde el inicio de los tiempos. A mi me gustan los periodistas de radio que son memoriosos de todo. Los que saben datos ignotos e inútiles. Así es Nicolás Samper, a quien conozco desde niño y me consta que eso de ver el fútbol sin arandelas y luego recordar todo es algo que trae desde la infancia. Como periodista hecho y derecho es igual que como fue de niño y joven –nació viejo, pero esa es otra historia–. Conoce los datos más inesperados de los jugadores y los sabe sin la ayuda de Google porque tiene una memoria que fija, como en fotos, todo lo que pasa. Pasar los años de la infancia con la revista El Gráfico en la mano –sólo la soltaba para mirar carros por la ventana–, lo hicieron un narrador natural de partidos de fútbol. Ahora está en Catar, comentando el mundial para la radio. Allá fue y se caló en la calva una gorra de paño de esas que usan los viejos –no podía ser de otra forma– y anda de estadio en estadio para que todo lo que mire se quede para siempre en su memoria. Los periodistas que lo recuerdan todo me gustan más que los diagramadores de tablero, tan pretenciosos y acartonados. Porque los dibujos y diagramas quedan en nada cuando un talentoso de la pelota se la lleva, la entrega perfecta o él mismo hace el gol, a veces imposible. Así como lo hizo Richarlison. ¿Qué diagrama en el campo puede parar a un genio? Piense ahora mismo en cualquier golazo de los mundiales y es eso. Una salida de libreto. Una subversión al dibujito en la cancha.
Cuando llegué a la oficina después del trancón de la 50 estaban hablando del empate, que un partido sin goles no puede ser un partidazo. Yo creo que sí puede serlo. Aunque un final sin goles es amargo para los hinchas. Pero los goles no son todo, aunque sin goles parezca que falta algo. Así de raros son los silogismos del fútbol. La trama para llegar al gol es lo que importa. Como en la literatura. La anécdota de las grandes novelas se explica en una línea pero hay que leerla para poder meterse en ella. Algunos empates sin goles, como el de Inglaterra y Estados Unidos, son como una gran novela de aventuras con final abierto.
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Brasil ya debutó. En Colombia hay muchos hinchas de Brasil. Es el equipo favorito de tantos que le hacen barra con fervor cierto. El otro día pensaba en eso, en que este mundial de Catar nos llevó al pasado y nos puso a ser hinchas de otros equipos y no de Colombia que quedó eliminada por esa historia del 6-1 que ya sabemos. Pero –y era eso lo que pensaba– lo que ocurre es más bien que las cosas volvieron a su orden, los ríos a su curso o la metáfora que usted quiera. Porque lo normal es que Colombia no vaya a mundiales de fútbol (si contamos los torneos que se han hecho y las veces que hemos clasificado, eso es lo predecible). Esa sequía –para decirlo como un periodista deportivo– de la tricolor entre 1962 y 1990 hizo que nos volviéramos expertos en vivir mundiales emocionados y felices pero con camisetas ajenas. Y casi siempre es la camiseta de Brasil porque en Colombia no quieren a los argentinos, el otro equipo que también siempre está. Queremos a Brasil y no a Argentina, aunque cuando los enfrentamos los dos siempre nos ganan –Brasil, hasta nos eliminó de su mundial, en cuartos–. Si uno lo piensa, el fútbol de Argentina le ha dado más a Colombia que el de Brasil. Ese tráfico raro que fue ElDorado y que organizó Alfonso Senior cuando apenas nacía el fútbol nos permite decir que aquí jugó Alfredo Di Stéfano y Adolfo Pedernera. Tenemos colgada esa medalla que a nadie le importa sino sólo a nosotros y sobre todo a los hinchas de Millonarios, donde estuvo La Saeta. Bueno, los de Junior podrían decir que aquí estuvo Heleno gracias a ellos, que hasta una novela le hizo Andrés Salcedo. O Garrincha, claro, que también fue de Junior, aunque por pocos minutos. Habría entonces que responder con la lista larga de argentinos que han llegado a Colombia a ganarse la vida como futbolistas, a veces honestamente, a veces como troncos de las canchas que solo aquí contratamos.
El caso es que como ahora los teléfonos son inteligentes y nos oyen y nos leen el pensamiento –quizá por eso–, me apareció en la pantalla del teléfono un trino del periodista Andrés Ríos, buen amigo, que explicaba un poco eso de que Colombia sea hincha de Brasil. “En los mundiales de 1982 y 1986 –explicó Ríos–, la gran mayoría de colombianos le iban a Brasil. La campaña la lideraba el gran Edgar Perea, que amaba a Brasil”. Tiene todo el sentido. Somos de Brasil porque la radio lo dijo. Así manejaban nuestra vida, incluso en esos tiempos, aunque no había Twitter ni Facebook.
Yo soy hincha de Argentina porque vi el mundial de 1986 cuando Maradona fue Maradona. De allá no se vuelve, como dicen ahora los jóvenes en las redes sociales. También me gusta mucho la manera como los argentinos sienten el fútbol. Para ellos el tema es una enfermedad rara, un poco caricaturizada ahora por los comerciales de televisión y los videos virales. Hay que ir a Buenos Aires para entender que amar el fútbol es otra cosa. Los meseros en los restaurantes no te miran porque miran los televisores donde siempre hay un partido. Los equipos nacieron en los barrios, como clubes de amigos y entonces ser hincha es ser familia. Hay memoria y tradición. Cuando Argentina perdió con Arabia, al inicio de semana, sacaron de nuevo en las redes un video viejo de un señor que se echa una retahila con que los jugadores viven entre lujos, ganan dinero como nadie, usan camisetas que todos los niños quieren, guayos que todos los niños quieren, balones que todos los niños quieren y cuando van a hacer un pase “la tirás a la mierda, hijodeputa”, dice el viejo con esa gracia de los argentinos para insultar y la indignación auténtica que se ve en saltos, rasgaduras de camiseta, y puteadas que lanza como un loco. Todo cierto. Lo que dice el viejo y lo que siente, porque así sienten el fútbol los argentinos.
Pero estábamos en lo de hinchar por Brasil (que, claro, ganó en su debut ante Serbia con dos de Richarlison, el segundo un golazo inverosímil de esos goles que enamoran a los hinchas). Los colombianos son hinchas de Brasil cuando Colombia no está en los mundiales. Yo le voy a Argentina por Maradona en 1986 que es lo mismo que decir por mi infancia en un parque y mi abuelito al que quise tanto. Creo que irle a Brasil es el camino fácil. Ir por el mejor y uno de los más campeones. Hace dos mundiales no nos pasaba eso de hinchar por otro. Pero será algo que quizá no les suene raro a mis hijos y a los suyos que ya vieron los mundiales de 2014 y de 2018 con Colombia a bordo. Es la vida hiperconectada de los tiempos de internet. En los noventa conocer al Parma o al Napoli era una casualidad rara de la infancia porque quizá pasaron el partido. Ahora todo está en línea y es más fácil ver a los mejores de las ligas europeas que a los que juegan en el estadio a 10 cuadras de tu casa.
Esa es otra cosa rara de este Catar 2022. Millonarios jugó en el torneo local la noche anterior al debut de Brasil. Como casi nada puede quedar bien organizado en Colombia, los dirigentes permitieron que los juegos de las finales se montaran con la primera ronda del mundial. Y todo en medio del árbol de navidad armado en la sala de la casa. Qué tiempos raros estos, después de la pandemia y del apocalipsis que casi es cierto. Ver los peloteos torpes y los pases imprecisos de los equipos colombianos y casi al tiempo, la velocidad de Brasil que hace llover balones, que se mueve y releva y que además hace goles de videojuego. Un gol de volea que seguro conquistó miles de hinchas en barrios colombianos. Brasil ya debutó para inmensa alegría de su hinchada colombiana.
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¿Por qué un diario de un mundial de fútbol? ¿No hay ya suficientes periódicos en línea, páginas, trinos y comentaristas? La otra mañana, quizá después de que le dieran a Enner Valencia la placa de jugador del equipo por su debut con Ecuador ante Catar, hablaba con mi hijo Juan y caímos en cuenta que hay momentos de los mundiales que se ligan a cosas de la vida y que luego jamás olvidamos. Ni el mundial ni ese momento, seguro te va a pasar. Entonces ver el mundial es también jugar a cumplir ese lugar común que se llama coleccionar momentos. Me veo con un juguete Naranjito en la mano: activaba las piernas si se jalaba una cuerda. En el parque del barrio Quirigua, convencido de que era Jean Marie Pfaff, después de los partidos de Maradona en 1986. En los brazos de tu abuela después del gol de Freddy Rincón a Bodo Illgner en el Giuseppe Meazza. Vestido de soldado del ejército, aterrado porque Andrés Escobar, un poco caído, acaba de hacer el autogol; ese partido lo vi a escondidas de sargentos y capitanes y entonces Estados Unidos 1994 siempre fue un poco tragedia personal y de país. Me veo vestido con una camiseta de Argentina, en Francia de 1998. Con las ojeras después de ver partidos en Japón y Corea y escribir notas de registro antes del cierre. Me veo a tu lado, el día que Argentina perdió contra Alemania en 2010, cuando te pusimos una camiseta que compramos en Florida y Lavalle y que primero fue de tu hermano, ¿si te acuerdas? Me veo en los brazos tú mamá después del gol de James a Uruguay en el Maracaná y después en el beso de amor que nos dimos
Fue ahí cuando, de pronto, caímos en que Rusia 2018 es como abrir un álbum de imágenes borrosas. La amargura porque James estaba lesionado, claro; después, el penal de la eliminación, pero fue ese de Rusia un mundial sin momentos felices. Quizá –lo imagino ahora, trato de forzarlo ahora– en un preámbulo a la muerte de tus abuelos, los días grises de la pandemia y después de las humillaciones que aguantamos y resistimos, ¿si te acuerdas?
Ese mundial tan gris de Rusia.
No sabemos –no podemos saberlo– cómo será este de Catar con sus escándalos de sobornos, sus historias de cerveza prohibida y brazaletes multicolores que no se pueden usar. Entonces, si es verdad que el mundial de cada 4 años es como otro calendario de cada quien. Si eso es cierto, habrá que intentar hacer este diario para que no se nos olvide que el domingo llegué de montar bici y de tanta publicidad apuestas creí que el partido de Ecuador ya iba 2-1. Que el lunes operaron de una oreja a Pepita, nuestra perra tan melosa, mientras los Ingleses metían tres cambios que eran mejores que los que salían porque qué banda, qué banca y le empacaron 6 al Irán de Queiroz. Qué alegría porque a Queiroz también le hicieron 6 con Colombia. Que el martes murió Pablo Milanés (y que este diario o un texto o algo debería ser de cómo y por qué “Sábado corto” es una bella obra de arte). Que madrugamos y que Argentina perdió contra Arabia Saudí en un partido en el que media nariz y medio guayo fue quedar en fuera del lugar por el computador del VAR. Que ahora todo lo miden y lo escanean y qué pereza y aburrido ese fútbol perfecto de sensores y computador. Que el partido de Dinamarca contra Túnez no me lo vi porque, tampoco, pues. Que México apenas le pudo empatar a Polonia y que ya me los imagino en esa barra, a dos cuadras de Reforma, donde un día en un televisor vimos Chivas – Necaxa, ¿si te acuerdas?, allá los veo indignados y convencidos –otra vez– que son una potencia del fútbol. Que Francia tiene un uniforme tan azul y tan bello y juegan tan bien y Pavard y Konaté y Dembélé y Griezmann y Mbappé y Giroud. Dejemos escritos acá esos días y partidos de este mundial tan raro, en pleno fin de año, como Argentina 1978 que no vimos pero que nos contaron después. Todo tan a punto de estallar después de los duelos, las premoniciones y la pandemia.