Colillas, monólogos y poesía de Gómez Jattin

Nunca más aquella vieja plaza de San Diego volvió a ser la misma. El atrio de la capilla donde se sentaba, el rayo de sol que le carcomía la piel, la fuente de piedra ancestral –como las de los deseos y los enamorados–, los niños y las señoras que pasaban y le decían hola, poeta; cómo está, poeta; ahí va el poeta. Nunca más aquella vieja plaza de San Diego volvió a ser la misma desde el día en que murió Raúl Gómez Jattin. Las cuatro calles antiguas llegaron a ser algo así como el marco de su morada última. Caminaba entre la fuente, el atrio, las señoras y los niños. Descalzo, la ropa sucia y raída, la mirada perdida de poeta, su voz inmersa en algún monólogo, en una corriente de conciencia. En esa rutina de calle caliente, de colillas usadas y masculladas sin recato, lo reconoció un periodista. Lo sorprendió cuando un vendedor ambulante lo espantaba con un trapo, como el que quita moscas, un día de 1997. El reportero –lentes redondos, cigarrillo encendido, Fernando Araújo de nombre–, prefirió salir de dudas y corrió a la primera librería en el camino. Buscó un volumen con foto en la contra solapa. Encontró la antología Poesía 1980 – 1989, Raúl Gómez Jattin: el título, con colores claros y fúnebres, acompañado por un ave extraña en la tapa. Pero era un libro sin imágenes del autor. En todo caso, Araújo lo llevó y volvió a la vieja Plaza de San Diego. Con los poemas en la mano, le propuso una entrevista al poeta. El hombre no dijo nada y siguió en su rutina de colillas, monólogos, señoras y niños. Pero dejó que la cámara de televisión lo grabara: ahora en el atrio, ahora en la fuente, otra vez en el carro de las frutas del que lo espantan como mosca. En algún momento habló. Mencionó algo de sus amigos –“entre ellos, Joan Manuel Serrat”–, y de su oficio de escritor. Conversó, al fin de cuentas:

–Y qué pasó con los amores…

–Los amores no pasan –se anticipó Raúl.

–Quedan… –intentó el periodista.

–Permanecen.

Y volvió a lo suyo. En la fuente simuló ser una estatua, un cuadro a contraluz, y estalló en una carcajada sorda. Cantó con voz potente de poeta algo un poco suyo, un poco prestado: “En Cereté, sagrado suelo, hay niños sin saber reír… insha’allah… insha’allah”. Fue risa y delirio, prosa y verso, poema Conjuro: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados / Despreciable y peligroso / Eso han hecho de mí la poesía y el amor / Señores habitantes / Tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño”.

Varios meses o semanas después de que apareciera esta historia en televisión, el poeta loco de la vieja Plaza de San Diego murió alcanzado por las llantas de una buseta que corría veloz. Dejó a atrás su vida de ropa sucia, niños, señoras, fuente, colillas, monólogos, poesía.

Volví a la vieja Plaza que había conocido en televisión. Fue en días de festival de escritores y libros en Cartagena. Los amores permanecen, sentenció el poeta y allí estaba el atrio, la fuente –como las de los deseos y los enamorados, hoy seca y llena de basura y botellas vacías–, los vendedores y las moscas. Jugué al fetiche. Me paré justo donde hizo el juego de la escultura humana, del cuadro a contraluz. Desde allí observé las fachadas luminosas, el impecable hotel que fue convento, donde seguramente Raúl escandalizó con su maravillosa risa desdentada y oscura. Me pregunté si alguno por aquí sabía algo del poeta. Quizá los escritores que ahora caminaban por los vericuetos de la ciudad vieja. Quizá los turistas rubios que ahora tomaban agua en la banqueta. Quizá el vendedor de cuadros mal pintados. Quizá el novelista español que el otro día en el festival dijo que hasta sus ensayos eran poemas. Pero nada mostró un recuerdo del poeta. Y los días de festival, de vendedores y de sentencias sobre poesía, avanzaron sin remedio.

Entonces hubo una imagen para volver al deambular de plaza, versos y locura. Ocurrió en el Centro Cultural del barrio Las Palmeras, una zona alejada de la rutina de frío acondicionado y perfección fatua de la ciudad vieja. Allí, justo al frente de la entrada de la biblioteca para gente pobre, se debatía entre la luz de la ventana una pintura en estilo infantil de un hombre, la mochila colgada en el hombro, la cabeza ladeada del lado derecho. Un cuadro a contraluz. El responsable del recinto –un negro serio de ademanes educados– creyó necesario explicar: es un poeta cartagenero, esta biblioteca se llama como él. Y no dijo nada más. Me acerqué enceguecido por el brillo infinito del sol en la ventana. Y al lado de la imagen del poeta mal pintado, una inscripción con estilo de alumno aplicado: “Los habitantes de mi aldea / dicen que soy un hombre / despreciable y peligroso / Y no andan muy equivocados”.

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