Carlos Fuentes apretó el gesto cuando vio a los reporteros, micrófono en mano. Ocurrió en la librería del Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. El mexicano acabada de conceder una entrevista –en privado, exclusiva, como se dice en las redacciones, de media hora–, y ahora enfrentaba a un par de ignotos, inoportunos, que –seguro– ya irían a empezar con aquello de las preguntas, maestro, qué sintió, qué opina. Miró y caminó de largo hacia una mesa dispuesta para su jornada de firma de libros. “Yo firmo de pie”, le advirtió a uno que se comportaba como si limpiara todo al paso del mexicano. Maestro, maestro. El servil hombre, ahora atolondrado porque firma de pie, vivió segundos de incertidumbre entre reporteros, empujones, luces, maestro. De entre el tumulto de periodistas y sirvientes, salió una voz que pidió “maestro, nosotros también quisiéramos…”, pero el pedido quedó inconcluso porque otro pidió que “por favor, colaboren en ese sentido ahí”. Atrás de las cámaras, una fila de personas con libros y cámaras en mano esperaba paciente. Una señora con saco de rombos. Un profesor de narrativa. Una niña con vestido rosado. Fuentes, la mirada del boxeador que sabe lo que pasará, se acomodó la chaqueta agarrándola por las solapas, tomó un poco de aire y sin inmutar el gesto altivo, dijo para los periodistas en tono apagado: “muy rápido”.
Entonces se animó el primero.
– Hay gente haciendo fila hace varias horas. Esto es como de estrella de rock, pero en literatura. ¿Cómo se siente?
– Como una estrella de rock.
– ¿Pero qué les dice a sus lectores de tantas generaciones?, ¿qué siente al verlos ahí?
– Muy contento porque tener lectores es lo que quiere un escritor.
– ¿Qué le va a decir a García Márquez sobre este Centro Cultural? –Intentó ahora una joven vestida de negro.
– Que su patria es mi patria. Él es mexicano y yo soy colombiano.
– ¿Pero le gustó el Centro Cultural?
– Muy bonito.
El escritor de la inabarcable lista de novelas, cuentos, ensayos, guiones, artículos, reportajes y miles de páginas; el mito vivo, emblema del llamado boom latinoamericano, genio de la literatura en castellano, se había quedado escaso de palabras.
Quizás esperaba una pregunta sobre su obra. Sobre las infinitas conexiones de sus novelas, sus accesos descomunales en la narrativa, la estructura o la ciudad en La región más transparente, la voz de Aura y los hilos de esa nouvelle con el cine, el capítulo que habla del número “tres” en Terra Nostra, algún asunto sobre la muñeca de “Muñeca reina”, Artemio, la hidra, el gringo, Cristóbal, Laura Díaz, Adán, Carolina Grau. Quizá esté de acuerdo si le preguntan por la vigencia hoy, en la segunda década del siglo XXI, de aquella máxima de Geografía de la novela, cuando entregó una definición concluyente del género: “lo importante de la novela es lo que no dice”. O quizá una pregunta sobre política. Sobre su paso por la diplomacia, aquello de que la gran barrera de Cuba es una barba, o si el México de hoy es una metáfora de la Colombia de Pablo Escobar, algún asunto sobre droga, narcos, muertes, pistolas de oro y diamantes. Quizás, en todo caso, se anime con un tema del momento.
– ¿Cómo recibió la noticia de lo que ocurrió en Egipto?
– Me sorprendió muy agradablemente porque fue un movimiento local, de egipcios para Egipto. No está manipulado por nadie de afuera. Es una novedad y cambia radicalmente el panorama del norte de África y del cercano oriente.
La extensa respuesta –comparada con las cuatro anteriores– suena a esperanza periodística. Pero Carlos Fuentes apretó el gesto y casi encima de esa última frase, casi sin terminar eso de “cercano oriente”, se alejó un poco y preguntó sin esperar respuesta: “¿me deja firmar libros?, ¿sí?”. Se alejó de lentes, luces, sirvientes, maestro, por acá, por favor. El estorbo de las cámaras al fin le dio paso a la fila que se apretaba. Fuentes estampó en cada ejemplar que le alargaron algo que parecía una “efe”, una “ese” y un número Pi al revés. Rara vez sonrió. Casi nunca comentó las cosas que le dijeron.