Toda nota de una nota frustrada es frustrada. Pero inevitable contar de lo que ocurrió en el puerto de Santa Marta. Fue el 30 de mayo de 2007, el día que Gabriel García Márquez regresó a Aracataca, en un vagón con mariposas amarillas mal pintadas. La cita era temprano, pero el itinerario se retrasó y convirtió la espera en paciencia dentro de la caldera al aire libre que suele ser el Caribe. No recuerdo muy bien por qué, quizá buscando sombra, o intrigado por las pistas del buen Luis Fernando Iguarán –periodista de piel tostada y puede que hasta familiar de Úrsula–. El caso es que me puse en el oficio periodístico de husmear algunos rincones del puerto. Y como en asuntos de entrevistas y televisión fue educado por Clarita Ospina, algo me dijo que me quedara cerca a una puerta de vidrio, lejos de la locomotora quieta y de la manada de periodistas, ensombrerados y acalorados, dispuesta a desentrañar los más íntimos secretos del Macondo de la vida real. Hoy no recuerdo si la espera fue larga o corta. Sólo tengo claro que el movimiento fue rápido. La puerta se abrió y entre policías, marineros y un ejército de lagartos, apareció. El pelo blanco, la vejez por todas partes y sus pasos intactos. Su andar altivo y sonoro era como el del Coronel Aureliano Buendía. Como la cámara estaba al mando del buen Norbey Hernández, cuando me despabilé ya había segundos valiosos de grabación en la cinta y el micrófono estaba abierto. Me lancé con miedo y algunas improvisadas preguntas caladas en el ristre. Imposible recordar con exactitud. Le dije algo del viaje, algo de volver, algo del sol, algo de su madre, algo del pueblo. Cada envión fue en falso. Avanzó solmene sin que mi zumbido lo perturbara. Cuando el pasillo se estrechó cedí a los manazos de los acompañantes que me espantaban. Se perdió entre el gentío y rumbo al tren. Me quedé pensando en los cartuchos que se habían quedado en la recámara. Como en el dicho de la astilla del mismo palo, nadie mejor para frustrar a un periodista que el más grande de los periodistas. Lo que ocurrió después todos lo recuerdan. Se sentó al lado de su Mercedes eterna y pocas veces quitó la mirada de la ventana. Vio los niños –el torso desnudo– que se le atravesaron peligrosamente al tren; a los empleados de hotel que le dijeron “adiós, Gabo, adiós” moviendo con fuerza una bandera de Colombia. Quizá cayó en la cuenta de que era el mismo viaje que narró en Vivir para contarla, cuando fue con su mamá a vender la casa y terminó para siempre hundido en las aguas profundas de la literatura. Quizá se le pasó por la cabeza que era el viaje al revés de José Arcadio Segundo, pero ya no en vagón oscuro y tenebroso. Quizá recordó algo cuando la máquina avanzó cansada por entre el inmenso y misterioso mar de plantas de banano. Se le vio sonreír feliz cuando el tren al fin silbó en la vieja estación de Aracataca, donde esperaba una muchedumbre agolpada y pegada de sudor. A la distancia se le vio incómodo cuando un grupo de cargueros lo libró rápido del asedio, haciendo un avance audaz de la góndola que lo llevaba como santidad en papamóvil. Una señora, que saludó con confianza a Escalona, describió con la mano la nube de polvo que dejaron las camionetas de vidrios oscuros cuando abandonaron el pueblo.