El libro que escribió Ingrid Betancourt después del secuestro de las Farc

El libro carga varios lastres. La escasa simpatía que despertó su autora cuando demandó al Estado colombiano, en busca de una millonaria compensación económica como reparación a su largo y tortuoso secuestro. O el calificativo de “obra de arte” que le dio el escritor Héctor Abad Faciolince, en la entrevista para El Espectador, en los días de promoción y lanzamiento. Lo primero desemboca en la eterna discusión en torno al autor y la obra, una y mil veces tratada por los que intentan juzgar los libros por ese que está detrás, y que puede ser un individuo político, controvertido, religioso, adicto, soberbio, ególatra, azul o verde sin que eso al fin de cuentas afecte el hecho concreto que es el libro y sus alcances.

Lo segundo lleva a terrenos aún más fangosos, pues esa discusión sobre qué es arte es tan interminable que se convirtió en costumbre clásica que los artistas pongan orinales en las galerías, tiren chisguetes sobre la tela en blanco o instalen en un museo algún video sin fin de una escena en barrio pobre. El maestro Conrado Zuluaga, en una de sus clases, contó una vez que tuvo un alumno que se autodenominaba representante de la poesía escatológica, y escribía versos de este estilo a mano alzada: “chichí / caca / popo”.

Puede que el hecho se reduzca a que estamos ante un libro con pasajes memorables y fragmentos cuestionables, desde el punto de vista narrativo o estético. Pero se trata de un complejo entramado que no cabe en la categoría a secas de “bueno” o “malo”. Por ejemplo, es claro que la primera parte se queda corta ante la contundencia deslumbrante del capítulo uno. A partir del dos, el libro lucha con poco éxito para buscar su identidad entre la narración fragmentada, el diario, las memorias o el monólogo. Queda la duda si la voz principal se excede en la construcción de un escenario donde es protagonista, mártir y heroína. Por momentos, se llegan a extrañar más voces –contrarias, claro– que complementen ese universo terrible de la selva y el cautiverio. Es válido preguntar, por ejemplo, cuál sería la versión de los hechos, en boca de los que no salen bien librados en estas páginas. “Clara había logrado que hubiese unanimidad en su contra. Su comportamiento crispaba más a mis compañeros de lo que me contrariaba a mí”, se lee en la página 348. También llama la atención la construcción de algunas frases (aunque queda la duda si es un efecto de la traducción del francés al español) y lo que al parecer son detalles de edición, como repeticiones sin sentido. Se cuenta dos veces que Orlando Beltrán era un tipo fornido. Y nos explican dos veces, en distintos capítulos, qué es un tamal.

Lo curioso es algunos de esos “detalles” también resultan licencias de género y pacto de lectura. Y son rasgos que, en todo caso, no deja de hacerlo un libro importante, no necesita pisar terrenos y etiquetas de “arte” para cumplir con la obligación de entregar testimonio y ser prueba de estos tiempos oscuros y violentos. Superados los prejuicios, y esos momentos “particulares” de la narración, se cae rápidamente en las garras de un monólogo adolorido que absorbe. Y son varios los pasajes memorables. La construcción detallada de cómo sale a flote la vanidad y la envidia, aún cuando se atraviesan las aguas más putrefactas y oscuras del hades. Las consejas, traiciones y delaciones entre los mismos compañeros de infortunio. El tono de novela de aventuras en medio de las mil y una fugas, con maravillas como descifrar en un mapa pequeño de agenda de mano su ubicación exacta en la selva, o el hecho de entregarse a la corriente de un río selvático sólo por el sueño de la libertad. Es, entonces, un libro sobre la maldad y el vejamen.

Ya era de día. Saqué la nariz para llenarme los pulmones de aire fresco. El pie del guardia me pisó los dedos para castigar mi atrevimiento. Luego, cerró cuidadosamente la lona. Estaba muerta de sed y con muchísimas ganas de orinar. Pedí permiso para aliviar mi urgencia. Enrique gritó desde la proa: “Dígale a la cucha que orine en un tarro”.

–No tiene espacio –respondió el guardia.

–¡Que lo encuentre! –replicó Gafas.

–Dice que no puede hacer delante de los hombres.

–¡Dígale que no tiene nada que ellos no hayan visto! –rio con sarcasmo. (Página 563).

En esos detalles, y no en quien lo escribió o en el rótulo que merece, está la importancia de este libro. En esas palabras y frases del sufrimiento lento está llamado a convertirse en uno de los testimonios más en carne viva sobre el secuestro en Colombia. Puede que en varias décadas, una vez haga su tarea aquel juez implacable de los libros que es el tiempo, estas páginas no sean un ejemplo en el casillero de la literatura colombiana, pero sí llegarán a ser un documento sobre aquella demencia extrema llamada secuestro de la guerrilla de las Farc.

No hay silencio que no termine

Ingrid Betancourt

Aguilar, 708 páginas

Esta es la noticias cuando, años después de escribir su libro, Ingrid Betancourt habló de su libro en la Justicia Especial JEP

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