El crimen del siglo. Novela de Miguel Torres

La novela planeta un asunto en apariencia intrincado: un pobre diablo cometerá el crimen del siglo; un perdedor y enfermo y desempleado, con los zapatos rotos, planea asesinar a Jorge Eliecer Gaitán. Y entonces cuenta la vida de ese hombre que –según los libros de historia– apretó el gatillo frente al líder Liberal, el 9 de abril de 1948. El novelista pone su mirada en “el otro” de la historia oficial: el asesino y no el caudillo. El crimen del siglo, de Miguel Torres, sustenta ese gesto literario en varias preguntas trascendentales que la sociedad (y para el caso: el escritor), está en la obligación de hacerse: ¿quién era ese hombre?, ¿en qué ciudad vivía?, ¿por qué lo mato?, ¿es él realmente el asesino?

Juan Roa Sierra se llama el dueño de esa vida que recorremos. Y ese recorrido, ese destino que resulta no ser solo el de un hombre sino el de un país, está construido con minuciosidad. Un hombre que se consume en sus miedos y sus delirios, que se aferra a su madre o al recuerdo de su esposa, que le deja todo a la suerte, a su anillo en forma de calavera. Y llega el momento en que el lector se descubre en el Gato Negro, o en cualquiera de los cafés del centro de Bogotá en 1948, a bordo del tranvía o en alguna tienda de borrachos del barrio Ricaurte. La Bogotá de Gaitán con sus modos y sus olores; el país de Gaitán con su violencia y sus muertos con corte de franela.

Pero, ¿fue ese hombre el asesino de Gaitán? La novela construye su esqueleto por entre esa fisura de la historia –la metáfora sería: la fisura en el casco de un barco–, una fisura apenas pero suficiente para que –a fuerza de persistencia– se inunde hasta el desastre, se sumerja. Ese viaje (un descenso) por entre la historia de Colombia ocurre gracias a un personaje. A ese Roa Sierra que deja de ser la figura medio borrosa de los libros y los archivos de prensa para hacerse un personaje. Un hombre al borde del abismo (en la novela, el abismo, como no podía ser de otra forma, es la piedra de los suicidas del salto del Tequendama), que construye un extraño camino de obsesión hasta ese 9 de abril de 1948,  en la esquina de la séptima con avenida Jiménez.

Y tiene el libro un rasgo sobresaliente alejado de la literatura pero definitivo en la forma como se lee literatura. El libro completó varios años en liberarías, en una marcha silenciosa y contundente en la suma de lectores, en un número suficiente para agotar las ediciones existentes. Luego, exactamente siete años y un mes después, la historia fue adaptada al cine (Roa, de Andrés Baiz). A partir de ese momento, el libro ganó tanta popularidad que fue necesario un nuevo lanzamiento, en la pasada Feria del Libro de Bogotá.

La anécdota puede llegar a ser un ejemplo de cómo ciertos libros, de todos modos, se abren paso. El de Torres lo hizo. Y no porque los productores y un director lo pusieran en su portafolio (siete años y un mes después). Lo hizo porque es una historia necesaria. Una novela en todo el sentido del género, con un aporte que trasciende a lo estético y llega a los terrenos de revisión histórica. Hacer literatura de nuestra propia desgracia, convertir en novela la costumbre de matarnos, para entenderla un poco. Lo intentó la llamada novela de la violencia en Colombia. El problema, de acuerdo con Gabriel García Márquez, en su artículo “Dos o tres cosas de la novela sobre la violencia” (octubre de 1959, revista La Calle), es que no siempre los hechos, por muy duros que sean, son sinónimo de literatura –mucho menos, de buena literatura–. Ese artículo es muy citado para explicar ese fracaso. “Parece ser que éstos [los escritores] se dieron cuenta de que estaban en presencia de una gran novela y no tuvieron la serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia, de tomarse el tiempo que necesitaban para aprender a escribirla”, escribió García Márquez.

Pero, en contraste, las frases de García Márquez, parecen explicar esta obra de Torres. El autor notó que se encontraba ante una gran novela. A los viejos narradores de la violencia, según García Márquez, “se los traga la tierra en descripciones de masacres sin preguntarse si lo más importante, humana y por lo tanto materialmente, eran lo muertos o los vivos que debieron sudar hielo en sus escondites, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas”. Escondites como la droguería Granada, de donde sacaron a Roa. Torres inundó la nave. Llenó los vacíos. Copó los huecos negros de la historia. Algo como lo que ocurrió con la conocida escena del tren repleto de los cuerpos de la masacre de las bananeras, que viaja de Macondo en una pavorosa ruta hacia el mar.

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