Temporal, novela de Tomás González

La novela ocurre en torno al mar. Un padre y sus dos hijos salen de pesca, a pesar de una poderosa tormenta que se acerca; una mujer atraviesa los laberintos de la locura; y lo que ocurre en la playa, en Tolú, explica de alguna forma la vida de los turistas que allí confluyen. Temporal, la nueva novela de Tomás González parte de allí, de las costas del Golfo de Morrosquillo, en busca de otras profundidades. Entonces, los sucesos (también los llamamos, la realidad), pasan por el cedazo del artista, se someten a sus dobleces. La literatura es esa compleja transición.

Tomas González lo sabe. En su regreso al género, tras la sorprendente La luz difícil, retoma esa búsqueda. Entonces Temporal no solo es cotidianidad, aquellas escenas del Caribe sur. Es un sistema. Un engranaje (el escritor en una indagación de laboratorio) para dar cuenta de varios rasgos de la condición humana. Y entonces asume una tarea cuya imagen sería la de una mesa quirúrgica: disecciona en busca de las más profundas marcas. Busca respuestas, con la misma contundencia –aunque de una manera distinta, con un “cómo” distinto–, de la siquiatría, antropología o filosofía.

La compleja transición, posible por el artefacto novela. Infinita, la novela, como la vida. Pero, además de temas y personajes, ocurre en Temporal lo que corresponde a la literatura: la narrativa. Está escrita como un diario con horas exactas pero rápidamente supera esa condición para abrirse a la polifonía: un coro de voces, como el que acompaña la mente de Nora, la madre y exesposa acosada por la esquizofrenia.

Con un narrador, que inicia a las 4 de la mañana con los preparativos de la pesca “De haberse interesado por ellas, habría admirado la red de estrellas que cubría la bóveda celeste” (página 11). Y luego los turistas, en un recurso de primera persona –un click de magia– que los hace testigos y personajes “Yo soy el turista que se protegía del solazo del mediodía en su tienda de campaña, y a ratos leía y a ratos miraba el mar” (página 51). Y los delirios de la enfermedad que se suman para contar una historia que ocurre en la siquis “Lancha, lancha —dijo el perro” (página 43).

Porque las voces interiores son definitivas en la novela. Entre padre e hijos, quienes exploran un camino que en últimas carga todo el peso de la historia, algo así como el tumor que buscábamos desde el inicio a fuerza de tajos de bisturí: el odio. Los hijos y el padre se odian. Navegaron una vida que fue a dar al más profundo desprecio. Y están en altamar y la tormenta y su infinito resentimiento los acosa. Entonces el asesinato llega a ser un camino posible. La vida en el borde, en los extremos, la metáfora de lo que busca la novela de verdad: matar al padre.

Octubre 18 de 2013

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *