Ruidos de cuerpos que caen en Soacha

El ruido de las cosas al caer, Alfaguara

La novela está atravesada por ruidos. El de los cuerpos alcanzados por las balas que, entre versos de Silva, caen en una acera del centro de Bogotá; el estruendo (quizá seco, imperceptible por la ametralladora en cadencia, casi con ritmo) de la humanidad de Luis Carlos Galán contra el tablado de la tarima en Soacha; o el terrible sonido, infernal ruido, del avión de American Airlines que en aquel 1995 nunca encontró el rumbo final a Cali. Es el compendio de los sonidos de los errores humanos en todas sus formas. Y es el compás de una generación en Colombia: la que creció entre bombas, muertos a pedazos en las calles, asesinos en moto, y ruido de ametralladora en cadencia, casi con ritmo.

Juan Gabriel Vásquez toma el riesgo de abordar, desde el punto de vista narrativo, este difícil tema. Porque las mafias y sus costumbres son de tan complicada aprehensión como ya ha quedado demostrado en otros libros, el periodismo, el cine y hasta en las telenovelas. Los llamados traquetos y sus formas representan el terreno de los lugares comunes. Y la obra de Vásquez entiende que las historias de las mafias –sean colombianas, neoyorquinas o italianas–, siempre serán iguales. Por eso toma otro camino. Un rumbo consiste en contar el narcotráfico sin caer en los códigos conocidos. Se aleja del cliché y plantea la historia de un hombre: Antonio Yammara, profesor universitario, aficionado al billar. Y es a través de esa vida por donde vemos, como por entre hendijas, el universo macabro, complejo e ilegal de plantaciones, avionetas, ambición y desenfreno; tenemos una versión del origen del lastre que cargamos; y viajamos a los años sesenta cuando alguien, en este país de ingenio, tuvo en las plantas de marihuana y coca su jugosa epifanía. De pronto caemos en la cuenta de que ya Colombia fue tomada por las mafias. Nos enteramos de esa realidad irremediable de la misma manera que la esposa de Ricardo Laverde se entera de que él es un narcotraficante hecho y derecho:

“Te gusta”, le dijo Ricardo.

“Es un campero”.

“Sí”, dijo él. “¿Pero te gusta?”

“Es grande”, dijo Elaine. “Es blanco. Hace ruido”.

“Pues es tuyo”, dijo Ricardo. “Feliz Navidad”.

“Estamos en junio” (página 182).

Bajo esa lógica de decir sin decirlo, fiel el mandato de Carlos Fuentes cuando dijo que lo importante de la novela es lo que no dice, la historia consigue elaborar un complejo discurso sobre un gran tema: el miedo. Entonces, le mide el compás y el ruido a una generación. Descifra el temor nuestro de cada día a que nos alcance alguna bomba; la muerte a pedazos; la ametralladora en cadencia, casi con ritmo. “No saber cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. Saber dónde está el teléfono público más cercano para avisar que uno está bien. Si no hay teléfonos públicos, saber que en cualquier casa le prestan a uno el teléfono, que uno no tiene sino que llamar a la puerta. Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendiente de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos” (página 230).

Es una novela que se empeña en hablar el mismo lenguaje de una generación. Entonces los personajes tienen la misma costumbre que tuvimos (tenemos) de emparentar los hitos de la violencia con la cotidianidad y la vida personal. Y, con ellos, con Antonio y Maya, nos preguntamos en nuestras conversaciones de siempre qué hacías el día que Rodrigo Lara, dónde estabas la noche cuando a Luis Carlos Galán, o que estabas haciendo el día que el Avión de Avianca.

Al final, queda imborrable la imagen de esa Bogotá, la del centro y sus calles, que tiende a desaparecer como en el cuento de Cortázar (página 66) y que está habitada por seres que regresan a los cafés que frecuentaban los personajes de Luis Fayad (página 70). Quedan para siempre los poemas de José Asunción Silva y Aurelio Arturo, perfectamente usados al inicio y al final, y los ruidos de cuerpos, bombas y ametralladora.

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