El Ulises de Joe: un siglo del libro mito de Joyce

La imagen es la del hombre que lee. La barba ceniza, los ojos azul profundo, sus facciones de otra parte y el gesto adusto, sorprendido o irónico, según la voz que interpreta mientras lee. Siempre en el sillón rojo, el chorro de luz sobre las páginas del libro y los guardamanos con el paño gastado. Puede ser el hombre que más veces ha leído Ulises, la novela de James Joyce. Pero seguro ese título –como de programa de concurso o registro guinness– lo tiene sin cuidado. 

Es Joe Broderick. Australiano de nacimiento, irlandés de crianza y colombiano a fuerza del tiempo. Muchos lo conocen por ser el biógrafo del cura Camilo Torres —y su libro es fundamental para entender el siglo XX en Colombia—; otros más lo han visto en los teatros de Bogotá y los de buen ojo para los repartos de extras y figurantes saben que su imagen es familiar en telenovelas de canales privados o series de plataformas en donde interpreta papeles de un hombre extranjero, trabajos menores para pagar el alquiler, como decía Orson Welles.

También es fundamental su trabajo en el arte dramático. Son conocidas sus adaptaciones de obras de Shakespeare, que tradujo no sólo al castellano sino al modo actual colombiano para que el clásico dramaturgo inglés sea un divertimento de muchos (cómo lo fue siempre) y no un asunto de gente letrada y que se cree inteligente. Lo hizo, por ejemplo, con el Hamlet que montó con la dirección del mexicano Martín Acosta y gracias a Fanny Mikey en el Teatro Nacional.

Pero quizá su mejor faceta, o al menos la más inolvidable, es la de lector de Ulises, de James Joyce, la novela que se publicó un 2 febrero, pero hace 100 años. Se inventó leer el libro en grupo y en su apartamento, en un viejo edificio del barrio La Macarena, en el centro de Bogotá. Es una reunión de amigos más que un curso de literatura. O, mejor dicho, como todo buen curso de literatura es una celebración y conversación interminable más que un repaso por entre teorías o fórmulas de escritura y lectura. 

Un capítulo por día. Un par de datos clave antes de iniciar. La señal o el punto sobre el que debería estar aguzado el ojo de un buen lector y luego su lectura en voz alta desde el sillón rojo que permite disfrutar una de las novelas más grandes que jamás se ha escrito. De su mano es posible atravesar (y sobre todo disfrutar) el laberinto con el que James Joyce cambió para siempre la literatura. 

Conoce como pocos los vericuetos más escondidos de Ulises y los comparte con generosidad feliz. Despliega de memoria en el ambiente de su apartamento un plano imaginario de Dublín para indicar calles, avenidas, oficinas y despachos. Sus inflexiones de actor consagrado aclaran las voces del libro, les permiten a quienes siguen al tiempo la lectura caminar por la playa y ver con claridad desde la torre Martello. 

Sentir el humo y el ambiente pastoso de los pub y el olor de las panaderías. Ver pasar, saltarín y contento, al padre Conmee. Unirse a Sthepen para odiar al insoportable Buck Mulligan. Ver pasar el funeral de Paddy Dignam. Acompañar a Bloom a conocer al bebé de Mina Purefoy y, al final, llegar a la casa para recibir ese mar profundo y eterno que es el monólogo de Molly.

Este culto a la lectura ocurría en los tiempos anteriores a la pandemia –cuando no se hablaba de aforos– y no se si el gran Broderick sigue haciendo cada noche el Ulises de Joe. Un libro en el que muchos no pasan del capítulo uno y que con él se disfruta entre carcajadas, suspiros de asombro y –sobre todo– juego.

Porque superados los clichés de libros obligatorios y las supuestas dificultades, la obra de Joyce es la reivindicación de que el arte de la literatura no es nada distinto al disfrute y el regocijo en el verbo. Gracias a Joyce, y a los salvavidas que lanza Joe, es posible ratificar en el libro que ahora tiene un siglo.

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