Tras el fuerte golpe de la pandemia en la región colombiana, el turismo ha iniciado una campaña para que los viajeros elijan este destino donde confluyen culturas y especies únicas. Esta es la crónica de un recorrido.
Al bajar del bote es necesario escalar un barranco. Cada escalón de tierra negra es alto, deforme y húmero. En tiempo de aguas bravas y profusas, el Amazonas sobrepasa todo el terreno. Entonces, en cierto modo, caminamos ahora por el fondo del río. Es posible porque es momento de aguas bajas y de pandemia. El virus aquí también causa estragos y el río que todo lo significa y lo puede en esta selva se empeña en ser una metáfora.
Varios muchachos tikuna de la comunidad de Nazaret esperan en la parte alta. Están activos y contentos con la llegada de los visitantes. Los turistas para ellos son lo más parecido a una esperanza. Por unos pocos pesos les permiten el ingreso a su pueblo, de no más de 1.500 personas, les muestran sus malocas y les cantan canciones en su lengua antigua y misteriosa.
Las cantantes son tres ancianas, ataviadas con trajes de tradición y con el rostro bellamente decorado con pintura de huito. La de la mitad lleva un tambor que hace sonar. Es la voz líder. Con una música sencilla y profundo inicia su melodía y luego los versos en su proclama que evoca una melancolía desconocida.
Después llegan los médicos tradicionales. Llevan una totuma que tiene un líquido mentolado y un ramo de hojas verdes en la mano que utilizan para una aspersión a los recién llegados. Quizá una prevención pero en todo caso significativa. A lado de ellos, los artesanos que una mesa tienen sus obras. Esperan que los turistas se lleven todo y que esta mañana haya una buena venta.
Todo el movimiento que ahora ocurre, y que apenas inicia con pasos tímidos tras lo más duro de la pandemia, es una de sus fuentes de ingreso. “Con lo que los turistas pagan en la entrada les pagamos a las abuelitas que bailan delante de ellos y teníamos dos aseadoras que pagamos con esa plata”, explica Grimaldo Ramos, el curaca (o líder) de la comunidad.
Pero está lejos de suplir sus necesidades más complejas. Hay poca agua potable y tener atención médica de emergencia, o medicamentos, es un problema mayor. Lo explica con exactitud el artista Jhony Pereira, quien sonríe y disfruta el movimiento inusual en la aldea.
“Mira que gracias a los turistas recibimos una parte, pero no tanto –dice Pereira–. A veces hay muchas necesidades en la comunidad y de pronto no alcanza. Hay mamitas que tienen necesidades por la falta de comida, arreglo de casa. La salud, los medicamentos, el agua potable que es lo que más necesitamos en la comunidad”.
Jhony hace tatuajes. Cuando se presenta como artista, una sonrisa refuerza su seguridad. Pinta tatuajes temporales con la misma técnica que se pintaban el rostro y los brazos sus abuelos. Maneja con maestría el pincel y estampa en la piel sudorosa de los forasteros algún pájaro o un tocado de plumas.
– Y qué te gustaría ser… cuál es tu sueño –le suelto a Jhony sin aviso previo.
– Un profesor –me responde sin dudarlo. Y continúa–. Un profesor bilingüe para que nunca muera la lengua de mi comunidad.
Los delfines
La comunidad de Nazaret está a medio camino entre Leticia y Puerto Nariño, los dos únicos municipios del departamento. El 80% de la economía en la región se mueve gracias a los visitantes, a los que llegan para ver de cerca la manigua, sus animales fantásticos e inesperados y los habitantes primigenios. Pero el aislamiento por la pandemia lo paró todo y ahora luchan entre todos para que quienes van a viajar los elijan como destino.
Y Puerto Nariño es uno de sus argumentos más fuertes. Es un pueblo pequeño con casas uniformes y bien pintadas donde ocurre uno de las grandes utopías de la vida moderna: no hay vehículos. Todos los recorridos se hacen a pie por entre bonitos corredores, en medio de mariposas y pájaros.
Pero el anfitrión más ilustre está en un cruce de aguas. En el punto donde se encuentran el Amazonas y el Loretoyaco saltan los delfines, como quien le da la bienvenida a la visita.
En Puerto Nariño esperan que el regreso de los visitantes haga caer en la cuenta que el río se llevó el muelle y que los problemas de erosión deben ser controlados de manera urgente con obras de mitigación.
Por ahora, mientras se arregla lo que destruyó la corriente, los botes recogen pasajeros en un paso provisional. Desde allí parten las lanchas de dos motores que en dos horas y media regresan a los viajeros a la capital.
La ciudad de los pájaros
Leticia tiene un encanto húmedo y selvático y su gastronomía es sorprendente. En los dos o tres restaurantes montados para atender a los turistas, donde se comen suculentos guisados de piraricú, el descomunal fruto del río y base de la dieta en la ciudad. Pero también en los pequeños comederos de los barrios, donde en mesas sencillas pero muy bien servidas es frecuente encontrar a peruanos que llegaron, brasileños que pasaban y todos sus platos y sabores se quedaron para un mestizaje inolvidable.
Comida única de un lugar con tres fronteras. De eso hablo con Guillermo Rojas, uno de los principales promotores del turismo en la región, sentados en una mesas de plástico donde una joven peruana acaba de poner un ceviche aderezado con pimientos de lo profundo del Amacayacu, con bocados de piraricú en tempura y unas deliciosas pataconas frescas.
Guillermo es uno de los pocos empresarios que no cerró durante el aislamiento, “porque tenía ahorros, y he sabido administrar”, me aclara. Ahora espera apoyo para la gestión en difusión, a través de plataformas tecnológicas, para que él y todos sus colegas estén más cerca de los turistas del mundo.
La decisión del turismo en la región es trabajar en bloque, según explica Nataly Vargas, la secretaria de turismo de la ciudad. “Como región decidimos articularnos como la mesa de turismo departamental para construir estrategias que nos permitan reactivarnos después de la pandemia”.
Y mientras Nataly habla, el canto de los loros suena con intensidad. Son las 5 de la tarde en Leticia, hora en que los pájaros cantan con más fuerza y llenan las copas de los árboles en plazas y avenidas. A veces vuelan, como si huyeran en desbandada, pero tras un círculo amplio regresan otra vez a la copa, en una danza que es también una representación de lo que enfrenta ahora la ciudad, tras los días aciagos del coronavirus: es necesario retomar el rumbo y volver a empezar.