El gato para mirar por la ventana. La perra para estar en sillones o camas con el libro o el control remoto en la mano. Cada cual en lo suyo, por turnos, en jornada continua; mañana, tarde, noche, sillón y cama. Nuevas rutinas del aislamiento, del encierro. Las maneras nuevas que hemos desarrollado de tanto vivir en la casa que tenemos y que nunca habíamos gastado y usado como ahora. Ventana, libro y pantalla: en eso quedó el mundo de afuera y lo que allí pasaba.
A veces el gato se salta las rutinas y se mete –la cola amarilla, frondosa–, en las video llamadas del trabajo de mi esposa y en las tareas de los niños; altivez a toda prueba, sigilo, mirada, emperador. Dormir un poco en los sillones, otear el mundo por la ventana: esas son las rutinas de don gato emperador. También a veces se agazapa en las esquinas, escondido en los muros –creerá él que está en el Kilimanjaro o en Nyassa– y caza a la perra para pegarle un par de zarpazos, cocotazos. Tas, tas. ¡Quieto, emperador! Pero el mejor plan, para el gato, está en la ventana.
Al fondo, la avenida 68 de Bogotá. Y ocurre el escape al encierro. Quizá porque lo vimos en películas, lo leímos en alguna parte, lo llevamos aprehendido, de generación a otra; ocurre la pausa activa —dirían en las oficinas de recursos humanos— del tele trabajo, las tareas o los platos por lavar y la ropa por doblar; ocurre que la imagen de la incertidumbre y la angustia es la de alguien que mira por la ventana.
Una silueta y al fondo el atardecer, el cielo de colores, la calle sola, cuántos muertos traerá el nuevo boletín, ¿se reventará mi empresa?, ¿al fin qué dirán los bancos?, decir reinventarse, decir resiliencia, decir soy positivo, decir estaremos mejor, pensar que todo pasará. La pandemia entonces es como el más completo compendio de clichés nunca jamás visto. Y al lado un gato amarillo.
El caso es que miramos por la ventana, ahora, como una rutina del día. Y pensamos. Y tenemos miedo. Y escribimos con el apremio de que vivimos tiempos que nadie jamás imaginó. Aeropuertos parados. Buses sin pasajeros. Fábricas quietas. Domingos sin fútbol. Parques sin helado. Librerías sin mirones. Almacenes sin camisas o zapatos para la esposa. El complejo entramado de la compra y el gasto. Calles sin vendedores que son ahora gente sin un peso en el bolsillo.
En la banqueta del paso peatonal de la esquina –se ve desde la ventana–, hay un vendedor de helados. Hace un par de días dejaron salir “a dos sectores”, dicen los dirigentes, porque esto parado no da más. Su uniforme es rojo: pantalón y camisa. Y a un metro –más o menos– dejó su carrito de helados, de esos que tienen campanitas al lado de la manija; tilín, tilín, tilín; niños, llegó el señor de los helados. Pero ahora el carro no suena. El hombre sentado, la cabeza atrás, parece preocupado. ¿Quién quiere un helado en este ensayo de juicio final?
Un economista que calcule. ¿Cuántos helados dejó de vender ese hombre? ¿Cuántas camisas dejó de comprar mi esposa? ¿Cuántos zapatos dejaré de cambiar en los próximos meses porque me la paso en chanclas? ¿Cuántas cervezas dejé de tomarme en restaurantes? ¿Cuánto bloqueador solar he dejado de usar? ¿Cuántas litros de jabón de platos he gastado? ¿Cuánta gasolina dejó de gastar el mundo? ¿Cuánto de lo no gastado ya es perdida irreparable?
Creo que el impacto en la economía es uno de los grandes nuevos misterios de la humanidad y necesitaremos tiempo para calcularlo realmente. Y por ahora solo podemos ver a través de la ventana. Y al lado, don gato, emperador, a veces enroscado en un cojín, el sol de frente. En los primeros días del confinamiento estar en la ventana era la manera más exacta de ver que esto es algo así como una rueda parada. El silencio en la calle –la máquina callada–, lo más hermoso de mirar por la ventana. Lo más terrible.
Miremos, pues, para otro lado: la pantalla. De tarde en tarde el presidente entrevista médicos y ministros, manda videos (rueda VTR, se dice en los estudios de la tele), habla de la curva que hay que aplanar. Y entonces la perra, la gorda, la que dormita fácil, siempre, al lado. Después del programa del presidente, el noticiero.
Cuentan tantas cosas del mundo de afuera: los buses llenos de gente, algunas calles de algunas ciudades como si nada, los que hicieron una fiesta (que nos encerremos, pero que sea a beber guaro, piensa uno que debieron decir ellos), los que se quedaron fuera del país porque cerraron las fronteras.
Una muchacha joven con cáncer, que estaba en Rusia, sin plan médico, pero que esta tarde puede volver al país; a pelear, ahora, con esa otra realidad más terrible que la distancia y la soledad: la EPS y la cita. Yo mismo, el 9 de febrero, llegaba de Seúl, por los pasillos de inmigración del aeropuerto ElDorado, de Bogotá, buenas noches, me dijo la funcionaria.
— ¿De dónde viene?
— De Seúl, Corea del sur, con escala en Detroit y Nueva York.
— ¿Y ha estado en contacto con ciudadanos chinos en los últimos días?
Cómo explicarle, señorita, que los letreros y avisos del metro de Seúl, que tiene 12 o 14 líneas, están en coreano, claro, pero también en inglés y en chino, por la cantidad de gente de ese país que está allí. Cómo decirle que en el Boeing 777 que cubre la ruta entre Inchon y el Aeropuerto Metropolitano del Condado Wayne eran cientos de asiáticos, unos con tapabocas, otros no. A mi lado, por ejemplo, un joven con pinta de estudiante, lentes de aumento, chaqueta de peto rojo y mangas blancas (de universitario) que jugaba sudoku en su teléfono.
— Pues creo que sí
—Bienvenido a Colombia.
Pero es que nadie pensaba que nos iban a cerrar el mundo. Y los aeropuertos fueron la clave en el avance de este bicho que cambió todo, aunque en los primeros días de 2020 aún no lo sabíamos, ni teníamos medidas, ni gel antibacterial por litros, ni termómetros. Avanzan las noticias. A un médico, dice el corresponsal, lo han amenazado los vecinos de su edificio: le dejaron letreros en el muro que da a la puerta de su casa. Gente ruin y demente –pienso, la perra ronca a mi lado–, y al otro día el noticiero también contó lo que pasó en un bus en Cali: bajaron a una enfermera, solo porque iba con su traje azul rey, traje de hospital, anti fluidos como se llama exactamente. Y aparecía ella en un video de celular, llorando, y pidiendo algo de respeto. ¡Por favor! Qué dolor infinito, qué vida perra, lo digo en otro sentido, para que me entiendas, gorda.
Otro titular. Otra vez las cifras de la economía que –dice el experto—miden apenas lo de marzo, imagínese usted, cuando nada había empezado. Y entonces en abril y mayo, con esta rueda quieta, qué nos va a pasar. Y el señor de los helados, y el del aguacate de la esquina. Y la señora del segundo piso que tiene una fabrica de uniformes de colegio y de pantalonetas de fútbol, con empleados, con toda las de la ley, vecino, usted sabe. Qué va a pasar con ellos y con todos nosotros.
Miremos a la ventana, gato. Y entonces es cuando sentimos el estropicio de sirenas y luces en la clínica que se ve desde acá. Resulta que un grupo de taxistas y de policías se acaba de estacionar, un momento, en la calle del frente y volea la mano hacia las ventanas del edificio, como el que dice adiós, adiós, pero para decir hola, hola, aquí estamos. Y en el hospital, al otro lado de los vidrios, habrá algún médico, enfermera o camillero que quizá mire.
Y con esa imagen de las luces y los saludos cerramos una tarde feliz en la ventana, gato. Pero mejor no hacer cuentas —¿al fin qué dirán los bancos—. Mejor ver fotos viejas de Millonarios de las que pone Nicolás en twitter: Funes, “El Pájaro”, Iguarán. Mejor leer libros de Ricardo Silva Romero donde hablan de los partidos de Funes, “El Pájaro”, Iguarán. Mejor ensayar con mi hija “El cóndor pasa” en flauta para que presente la tarea de música por YouTube. Mejor oír a los Fabulosos Cadillacs que ahora cantan: una ciudad llamada vacío. Mejor esperar. Mejor mirar por la ventana, gato. Escondidos y obedientes, menos trascendentales y más asustados y llenos de preguntas.