Digamos que una novela es un mundo que se ve desde una ventana. Digamos que es posible entonces que la más amplia para ver esta, la más reciente de Juan Gabriel Vásquez, es una que mira al pasado. Duda. Pregunta. No cree y vuelve a dudar. Revuelve entre tumbas. Desempolva calaveras. Se empeña en ese gesto en desuso en estos tiempos de trinos y fotos de Instagram: revisar la historia. El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y el de Rafael Uribe Uribe, los dos grandes temas que aborda a través del cristal paranoico pero verosímil de la teoría de la conspiración. Pero la novela también se ocupa de asuntos más íntimos: el propio novelista Vásquez o el escritor RH Moreno Durán, que en La forma de las ruinas son personajes.
Vásquez narra el escritor que es él mismo en busca de la historia. Se cuenta en ese trabajo tan misterioso y fascinante que es hacer una novela. Un gesto que recuerda a los españoles Javier Cercas o Juan José Millás. El escritor frente a la literatura. Frente a “su” literatura –una ventana personal–, porque serían muchas según quien las viva o las lea. En este caso, Vásquez el personaje y su decisión de hacerse escritor entre los salones de una facultad de Derecho: el joven que lee y camina el Centro de Bogotá, que se para en la esquina donde Roa Sierra disparó, lee las placas de conmemoración por el caudillo caído, pisa charcos de sangre –una epifanía de novela urbana–, y frecuenta los billares y cafés en donde están su propios personajes.
Su oficio, su ciudad y sus novelas para criticarlas, confrontadas y someterlas al cedazo del tiempo. Un poco para confirmar que la literatura, en últimas, no es más que una decisión que implica entregar la vida a cambio de un intento. Les pasa a Vásquez, a Moreno Durán y a Marco Tulio Anzola Samper, el abogado decidido a desenredar el asesinato de Uribe Uribe y que consignó su investigación en un libro. Por eso Vásquez es un personaje: su historia –además de sus novelas hay referencias a su esposa, sus hijas, el exilio– es la del escritor que busca la novela capital.
Y en ese camino, entre otras idas y vueltas, recuerda la amistad que tuvo con Moreno Durán. Le dedica un pasaje largo y recrea al escritor de las meninas, mandarinas y matriarcas camino a consultar el casillero de su correo postal; con su maletín por las calles del Centro de Bogotá; en su valiente lucha contra el cáncer y hasta en su funeral, aquella tarde de aguacero de piedras. La escena está narrada en la novela. Mónica Sarmiento, esposa de RH, leyó una lúcida y muy literaria carta que el escritor le dejó a su hijo, Alejandro, mientras en las bancas de la iglesia sus amigos, unos pocos lectores anónimos y algunos representantes ilustres de las Letras Nacionales lo recordaban entre carcajadas.
Pero la referencia a Moreno Durán no es solo un homenaje, diez años después de su muerte –está articulado en la historia con el personaje Carlos Carballo y en algunas pistas que aparecen en uno de los manuscritos que sigue inédito–. Vásquez lo rescató para revisar algunos asuntos relacionados con el oficio de escribir (mirada en la ventana): dedicarse en tiempo completo, tener obras que hacen parte del canón (Mambrú y Los felinos del canciller, según Vásquez; yo agregaría Juego de damas), escribir también libros de ensayo, teatro, cuento y lograr lo que llaman una Obra; pero que apenas diez años después de su muerte, las editoriales y sus catálogos de reimpresiones lo olviden. La vida a cambio de un intento.
Como le ocurre también al abogado Anzola Samper –sin duda, la mejor de las historias paralelas que avanzan en la novela– y su obsesión con el hecho de que Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal eran apenas dos piezas de la compleja máquina detrás del magnicidio de Uribe, aquel 15 de octubre de 1914. O al propio Vásquez y su obra de largo aliento, en la que la fuerza de Anzola termina devorando esa otra historia donde él, Carballo y Moreno Durán están dispuestos a todo a cambio de un intento.