Ardizzone es puro fútbol. Y tango puro. Tango y fútbol. Pueblo y música y pelota. Ardizzone. Testigo del nacimiento del fútbol argentino. Testigo de las décadas doradas del tango. Amigo de Pedernera. Amigo de Discépolo. Y esa mezcla, pueblo pelota y bandoneón, fue lo mismo que decir poeta, gran narrador, cronista de un tiempo. Porque pocos periodistas, “de la sección deportes”, con más poética y ritmo y acento de fútbol. Pocos tan Argentina. Tan don Osvaldo. Tan viejo Ardizzonne.
Entonces se pude decir a secas que Ardizzone es historia pura. Periodismo puro. Su gran aporte, quizá, encontrar en cada partido y jugada y estadio una historia. Un cuento de hadas. En aquel “El Gráfico” de los sesenta y setenta, era normal encontrar que su “reporte” sobre tal o cual partido era también una historia con personajes fantásticos. El relato de un partido de fútbol presentado a la manera que lo definió Vladímir Propp. Tal vez porque, como ocurre en los tangos, lo importantes no es lo que se dice sino “cómo se dice”.
Pero ese gran cronista de deportes, esa suerte de mito en secreto de Latinoamérica que se leía (fuera de Argentina) de contrabando, de mano en mano, y con muchos meses de retraso cuando El Gráfico llegaba a las librerías de viejo, es apenas una parte. Sus lectores, 27 años después de su muerte, conservan en carpetas mal ajadas los recortes de la revista Goles-Match, donde su columna “El hombre común” llegó a ser una poderosa voz de la poesía bonaerense.
El hombre común se llamaba Juan. Y Ardizzone, como el que escribe cartas, le contaba las cosas de la vida y el país que los dos vivían. “¿Te acordás, Juan de aquellas caminatas sin rumbo por las calles quietas del atardecer, charlando de cualquier cosa, de nada quizá, de todo, tal vez, pero con el tiempo para mirarnos a los ojos, para conocernos por dentro, para cambiarnos las esperanzas limpias, los sueños de alas cortas? Para recalar en el estaño de un boliche de gente laburante y compartir las pausas de un aperitivo mientras en la vitrola, ya casi afónica, se molía un tango de Homero en la voz de Florentino, del Gordo Troilo”.
Sus columnas, sus crónicas deportivas o simplemente sus poemas. Así nacieron otros memorables como “A solas con uno mismo”: “Cuando mires con concupiscencia la mujer del amigo que te brinda la mesa, el techo y hasta el lecho… / Cuando juzgues despreciativamente a un borracho. / Cuando te erijas en juez inflexible de una prostituta. / Cuando te sientas respetuoso de la ley nada más porque pagas tus impuestos al día… / Cuando te inclines por lo que te conviene y no por lo que realmente sientas”.
O también el Ardizzone de los versos para el bandoneón. De los poemas que luego también fueron canciones. Como el que le hizo a Héctor Casimiro Yazalde, a quien le decían “Chirola”, inolvidable en Avellaneda y en Lisboa entera. “La vida, de salida, / te tiró la bolilla más fulera / y, en la ruleta pequera / del que gana y del que pierde, / la frontera del Riachuelo / te llevó para su lado / y desde entonces fuiste Sur, / Sur anónimo y postergado”.
Ardizzone, al fin de cuentas, es pura poesía. Poesía de barrio y esquina. En sus versos están los trabajadores que salen “del laburo”, y ese hombre común que va y viene, en bondi, tren, subte o taxi. Y se enamora. Y va a la cancha. Y se deja llevar por el bandoneón. La literatura, el lunfardo en verso, le ganó por momentos el puesto en la mesa al periodismo y, para algunos, hay que recordar –sobre todo– al cantor, al compositor de tangos, por encima del relator de cuentos de hadas en forma de partidos de fútbol. En forma de letras de tango.