¿Dispare yo? ¿Disparó usted? ¿Disparó, un poco, mi vecino que celebra así, con su revolver en la ventana? ¿Disparó eso que llamamos la sociedad, o el país que no sabe discutir ni perdonar? ¿Disparó solo Muñoz, incitado por los Gallón, contra Andrés Escobar? Las preguntas son de un peso literario inmenso y –como ocurre con los grandes hallazgos– lo difícil era encontrarlas para que luego fueran imprescindibles. Ricardo Silva Romero decide agarrar la historia por esa orilla ingrata. Hacer un corte de cuentas, dolorosa tarea y compleja exploración: Humberto Muñoz Castro, chofer de los hermanos Gallón Henao, no es solo Muñoz. Es el arquetipo de un país llamado Colombia donde se mata en los parqueaderos de las discotecas cuando las discusiones y los insultos se acaloran con el licor. Cada viernes y sábado en la noche Muñoz sigue por ahí, revolver en mano, y Andrés Escobar cae otra vez muerto de 6 balazos.
La novela se llama Autogol. Y es un dolor. Se lee con la angustia de que se llegará pronto –aunque no se quiera llegar– a ese 2 de julio en la madrugada cuando mataron al defensa de Atlético Nacional y de la Selección Colombia que hizo un autogol en el Mundial de Estados Unidos 1994. Y ese un poco “todos nosotros” tiene nombre y apellido: Pepe Calderón, un periodista que quiere matar a Andrés Escobar. Resulta que narraba en radio aquel partido de Colombia ante Estados Unidos y en el instante mismo en que Andrés la embocó en su propio arco perdió la voz. Eso, y una serie de circunstancias adicionales, lo llevan a construir un plan minucioso que solo interrumpe Muñoz cuando se le adelanta y descarga su revolver.
En esos dos círculos se mueve la novela: la dura, durísima, realidad del “usted no sabe quién soy yo” que termina con un muerto absurdo: y la parodia de esa realidad, en donde el máximo personaje (y representación) es Pepe Calderón: su voz, sus modos, su música, su estilo y su verborrea rebuscada. Ese, quizás, el sentido literario capital de la obra: Pepe –es decir, nosotros, nuestra parodia– quiere matar a Escobar. Es una novela de sólidos puentes metafóricos entre realidad y ficción, de contrapunteo y delgada línea gris que permite reconstruir la sociedad que mata sus futbolistas.
Pero esa condición la convierte entonces en una novela sobre buena parte de lo que somos. La radio y el periodismo deportivo, por ejemplo, con su grandilocuente y a veces insólita forma de ver el fútbol, de verbalizarlo; o la reconstrucción de eso que ocurre en una cabina de transmisión cuando dos o tres hombres regresan al origen primigenio de la oralidad (contar) y lo que reconstruyen es un universo de frases hechas, adjetivos, lisonjas y jugadas que pasan en su relato de una forma y en la realidad de otra (una vez más, tensión entre realidad y ficción).
O una novela con una mirada compleja del fútbol: no desde los terrenos del héroe, la alegría o la pasión; sino el absurdo, el crimen y la tristeza, el rito, la puesta en escena, la sociedad. Un detalle que, paradójicamente, conecta esa mirada con Borges (quien odiaba el fútbol), para quien el fútbol era un relato de ficción, un gran teatro donde todo lo que pasa no existe: solo es una puesta en escena, como radionovela donde los narradores son los artífices. “Tiene, detiene, contiene el jugador Eric Wynalda (…) Minutos de nerviosismo estimado Aristócrata” (página 95).
O una historia con la denuncia sobre lo que ocurrió con la selección Colombia durante ese campeonato del mundo de Estados Unidos 1994, cuando un delirio que inició con el 5-0 ante Argentina, en las eliminatorias, por el que nos llamaron “el mejor equipo del mundo”, terminó en esa debacle de trago y desenfreno en los hoteles donde estaba concentrado el equipo, la incertidumbre del complejo universo de las apuestas, las mafias, las amenazas de muerte previas a un partido y los futbolistas exiliados de los camerinos y las canchas como sacados de países. Realidad y ficción en un juego de espejos que es un recurso inquietante al extremo de que el propio libro (el artefacto, el objeto) se pone en duda. Incluye un inserto, llamado “Fuera de lugar, el fantasma de Pepe Calderón Tovar” con todo tipo de testimonios sobre el protagonista.
Y tensión entre realidad y ficción que desemboca en muchos caminos: por ejemplo, un libro sobre los futbolistas retirados, que en una de las escenas inolvidables se encuentran en un concesionario de carros (su nuevo trabajo, o sea el mismo: vendedores) y les hablan a los clientes con frases hechas de la cancha y la pelota. O un expediente para que no olvidemos que uno de los más grandes equipos de Colombia, llamado Millonarios, tuvo como dueño al sanguinario Gonzalo Rodríguez Gacha quien en una oportunidad le dijo a Calderón –en uno de los célebres asados de los sábados– “gordo: solo le digo que si alguno de estos vergajos le da por irse del equipo, al día siguiente no amanece” (página 241). Otra vez, realidad y ficción.
Y es una novela, al fin de cuentas, gran homenaje a Andrés Escobar. Una catarsis. La pregunta necesaria: ¿Dispare yo? ¿Por qué matan a un hombre que, horas antes de recibir los balazos, sonreía en un bar y decía que sí, que un autogol le pasa a cualquiera, que así es la vida, que el fútbol tiene siempre otro domingo? La respuesta, como en la literatura, para cada quien. Y para construirla la potencia de los hechos –investigados en profundad–, las últimas imágenes. Escobar, entre luces y música, feliz y charlando con quienes se acercaban a darle las gracias; Escobar, entre el vapuleo y la burla, pidiendo un poco de respeto, sin sobresaltos, y a pesar de los gritos irracionales de “¡autogol!, ¡autogol!, ¡autogol!”: Escobar, en medio del charco de sangre y Pepe Calderón (nosotros), que mira a un lado, sin poder hacer nada. Como la ficción, que a la hora de la verdad no puede hacer nada.
Si se buscan entre otros textos de Silva quizá es verosímil que una gran novela sobre fútbol haga parte de su bibliografía: el cuento “El cucho” o alguna de sus columnas sobre su amado Millonarios o sobre la selección Colombia. Lo interesante es que la inquietud literaria en torno a la pelota estaba menos en la imagen romántica, el fútbol de potrero y mucho más en lo absurdo e inexplicable de este deporte y sus seguidores. Es como un reclamo. Un poco de sal en la herida de alguien que ama el fútbol y por eso mismo se propone iluminar sus sombras.