Plegaria por un Papa envenenado

Al final, en la nota del autor, Evelio Rosero deja ver la espina dorsal del libro. Cuenta con sinceridad que Plegaria por un Papa envenenado apareció luego de la lectura de En nombre de Dios, el libro del inglés David Anthony Yallop, donde queda prácticamente probada la teoría de que Albino Luciani, el Papa Juan Pablo I, murió envenenado. Dice Rosero que aquel sacerdote que allí encontró, un revolucionario de la Iglesia y más un escritor que un religioso, era al fin de cuentas un personaje literario. Y comparte una de esas anécdotas, casualidades de la vida y la literatura que encantan a escritores y lectores: en aquel 1978, cuando Juan Pablo I murió, Evelio ni se enteró. Pero ya escribía sobre Papas. Era un joven de 20 años que bregaba con su primer proyecto en serio: el relato Los ausentes, sobre la visita de Pablo VI –el antecesor de Luciani– a Colombia, cuando escondieron “en galpones y cárceles a todos los gamines, locos y locas y mendigos de la ciudad” (página 163)

No siempre el novelista, al final del juego, muestra las cartas. En Vivir para contarla, García Márquez confiesa que en la juventud leía con frenesí y obsesión a Faulkner: “rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar”. Y lo hacía para descubrir los “andamios”, para desmontar la novela y encontrar las claves del escritor. De ese tamaño es la información, el espejo retrovisor, que ofrece Rosero. Entonces ocurre que el libro, aunque ya cerramos la contra solapa, sigue abierto: inicia el “trabajo” del lector, su parte en la creación. En una esquina de la mesa, el origen de una novela; en la otra, el resultado final.

Y puede que el lector aguce la mirada, “con un sigilo sangriento”, y logre ver los sistemas, los órganos que sustentan el funcionamiento del libro. Por ejemplo, la posición de la novela frente a la realidad y la ficción. Porque no es una obra biográfica ni la recreación de la muerte de Luciani. Rosero se aleja de cualquier trampa que le pueda tejer el libro de Yallop. Porque un libro siempre estará en diálogo con otro pero la maestría del autor también consiste en ocultar esos rasgos comunes. En hacer que los hilos sean invisibles.

Entonces el Papa envenenado es el personaje principal de una historia donde se narra el descenso a los infiernos. Es el relato sobre un Orfeo, vestido de púrpura y mitra, y perdido en los laberintos del Vaticano. Y –claro– hay otros personajes: las prostitutas de Venecia, que hablan como el corifeo de la tragedia griega y son las que hacen la plegaria; los cardenales que no le perdonarán las reformas que intenta en la Iglesia, acosada –ya– por la pederastia y los líos de dineros que hierven en el banco de Dios; y varios de los más grandes escritores de la historia de la humanidad.

Porque cuando Luciani por fin está en el cadalso, sus compañeros de charlas son grandes maestros de los artes, con quienes habla y reflexiona sobre el oficio de crear. En ese punto la novela expone uno de sus principales y mejor logrados discursos: la literatura. Los libros, la creación. Con una máxima que recuerda la que exponía Fernando Vidal Olmos, el personaje de Sobre héroes y tumbas (otra novela donde hay un descenso al infierno): Dios no existe, reina el mal, y esto –aquí y ahora– es el infierno. Le dice un escritor al Papa envenenado: “En realidad, padre Luciani, nosotros, desde el más ínfimo hasta el colosal, sólo dimos nuestra versión del infierno, en cada poema, cuento, novela, en cada oda, égloga, o elegía, sainete o drama o tragedia. Aunque tratáramos de la alegría y del amor (y sobre todo si tratábamos de ellos) sólo revelábamos nuestro infierno” (página 135).

Novela polifónica, con ese encanto sonoro que tienen las narraciones en coro. Y con un trasfondo complejo, y varios anclajes en la realidad. Sin que eso –el pacto de lectura: es ficción– importe mucho. Porque las casualidades, denuncias, asesinatos o todo el complejo que llamamos vida real, no deben importarle a la literatura, aunque se nutra de ellos.

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